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25.05.17

Una ley que silencia la discusión

(La Nación) Las leyes que imponen verdades no enteramente corroboradas, aun cuando tengan visos de verosimilitud, reflejan un autoritarismo antidemocrático donde lo único que prevalece es el sentimiento de infalibilidad que al final asfixia y amordaza a sociedades con vocación de libertad.
Por Tomas Linn

 

(La Nación) La gobernadora de Buenos Aires optó por evitar una confrontación y promulgó una ley que en realidad se parece a un edicto emitido por un papa desde su infalibilidad para establecer un nuevo dogma de fe. Si se hubiera dejado llevar por el sentido común, tal vez la habría vetado. Pero cada uno elige sus batallas y ella optó por este camino. En su provincia estará vedado discutir el número de desaparecidos. Se impuso que eran 30.000 y punto final.

De esa manera, una región de la Argentina lauda una discusión que divide aguas y muestra cuán apasionadas son las interpretaciones sobre cómo fueron los horrores legados por la dictadura militar.

La discrepancia está en el número de desaparecidos que dejó el cruento régimen instaurado por el general Jorge Videla cuando consolidó ya no sólo las más abyectas prácticas de crueldad, sino que además las justificó desde un cinismo que excedió todo lo imaginable.

Respecto de cuál fue el número exacto de desaparecidos, sorprende el tenor de un debate que es seguido con mucho interés desde afuera. Si bien Chile y Uruguay procesaron de forma más tibia esa revisión, queda la idea de que en la Argentina pronunciarse por un número u otro es un modo de expresar posturas previas. Hay gente que primero adoptó un discurso ideológico y luego, en función de ello, acomodó la cifra que mejor le convino.

Aun así, algunas cosas son evidentes. Si la Conadep, en los primeros tiempos de la democracia, con aquel legendario documento del "Nunca Más" prologado por Ernesto Sábato, estableció que la cifra comprobada de desaparecidos era de 8961 personas, en modo alguno la cifra será inferior a esa. Ese número es irrefutable, pues aquellas fueron desapariciones absolutamente certificadas.

Hasta 2003, la Secretaría de Derechos Humanos decía tener registradas denuncias de 13.000 casos. El número no tenía la contundencia de la Conadep, pero resultaba probable y verosímil.

En un régimen de terror y espanto, muchas personas optaron por no hacer públicos sus casos. Eso permitió especular respecto de cifras que pudieran ser más altas. Así se fue llegando a la de 30.000.

Es una discusión legítima que los argentinos procesan y que enfrenta intereses de todo tipo, impregnados de pasiones políticas.

Lo que sí generó asombro en la región, siempre atenta a la convulsionada realidad argentina, fue que la tan discutida cifra se convirtiera en dogma infalible por ley. Se resolvió la discordia de un solo plumazo. En la provincia de Buenos Aires, en las publicaciones y documentos oficiales y en los actos públicos, deberá decirse en forma explícita el número de 30.000 junto a la expresión "desaparecidos" cada vez que se haga referencia a la criminal represión desatada entre el 24 de marzo de 1976, cuando comenzó la dictadura, y el 9 de diciembre de 1983, cuando concluyó.

Más allá del sesgo político que cada sector quiera ponerle, la cifra será debate de historiadores por mucho tiempo al investigar para llegar al número más preciso posible. Sin embargo, la ley transformó un tema controvertido en un dogma. Quien se resista a su cumplimiento caerá dentro del nefasto estigma de ser "negacionista", o sea alguien que niega lo que ocurrió. Sólo que en este caso no se trata de gente que niega, sino que tiene lecturas con matices diferentes sobre los mismos hechos y con igual condena a ellos.

La ley, pues, termina siendo una imposición autoritaria de una verdad quizá correctamente intuida, pero no científicamente demostrada.

Las leyes que imponen verdades no enteramente corroboradas, aun cuando tengan visos de verosimilitud, reflejan un autoritarismo antidemocrático donde lo único que prevalece es el sentimiento de infalibilidad que al final asfixia y amordaza a sociedades con vocación de libertad.

Una ley no puede cambiar la forma de pensar de nadie, aunque sus pensamientos sean abominables. Por lo tanto, castiga, sofoca, pero no modifica la realidad. Hace que quienes piensen diferente sigan haciéndolo, pero en círculos cerrados y silenciosos. Baja las voces, las soterra, pero no las elimina, y al final nadie sabe cuánto sobreviven pese al silencio impuesto.

Si eso pasa con convicciones referidas a ideas horribles (racistas, misóginas, homofóbicas, xenófobas), cuánto más pasará respecto de las que son al menos opinables.

La Argentina, enfrascada en la contienda por las cifras, no parece prestar atención a esta ley, un efecto colateral grave, cuyas consecuencias pueden ser duraderas y perniciosas.