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11.12.15

Conflictos políticos y democracia en América Latina

(El Observador) Es cierto. No es fácil distribuir el poder y abrir camino al pluralismo. También es cierto que a nuestras democracias les sigue costando demasiado trabajo estabilizarse. Hubo, hay, y seguirá habiendo tensiones políticas fuertes. Pero los invito a ver el lado fecundo, esperanzador, fermental (como diría don Carlos Vaz Ferreira), de los fuertes conflictos que se van asomando.
Por Adolfo Garcé

(El Observador) El fantasma de la inestabilidad política vuelve a recorrer América Latina y a hacer sonar las alarmas en la opinión pública. En Brasil, finalmente, se puso en marcha el proceso que podría terminar en el juicio político y ulterior destitución de la presidenta Dilma Rousseff. En Argentina y Venezuela los recientes pronunciamientos de los electores condenaron a los respectivos presidentes a gobernar en minoría. Una vez más asoma el miedo de ciudadanos y elites políticas a la ingobernabilidad y su corolario más inquietante, la ruptura institucional. Desde mi punto de vista no da para alarmarse tanto. En las líneas que siguen me gustaría argumentar por qué.

Una buena forma de empezar a problematizar las visiones más pesimistas es repasar los datos y conclusiones de un excelente artículo del profesor argentino Aníbal Pérez-Liñán. Según él, las “crisis presidenciales” (definidas como conflictos extremos entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo) no necesariamente tienen consecuencias dramáticas sobre la estabilidad de la democracia. Pérez-Liñán estudió las 39 crisis presidenciales ocurridas entre 1950 y 1996 en 17 países de la región. Encontró que en 22 oportunidades estas crisis sí desembocaron en una ruptura institucional. Pero de las 16 ocurridas en un contexto democrático, solamente 6 se procesaron por fuera de las normas constitucionales. Este hallazgo, a su vez, lo conduce a su conclusión más importante. La probabilidad de que una crisis presidencial derive en una ruptura institucional, dice, disminuye a medida que aumenta el grado de democratización 1. Y, dando un paso más, arriesga: “Esta hipótesis permite explicar por qué, tras la tercera ola de democratización, la pugna de poderes ha resultado menos nociva para la estabilidad política de la región que en décadas anteriores. Los conflictos institucionales se suceden como en el pasado, pero la capacidad de los regímenes latinoamericanos para procesarlos parece ser cada vez mayor. Si esta interpretación es acertada, la estabilización y el juicio político, más que el autogolpe y las juntas militares, deberían ser el corolario de las crisis latinoamericanas en los años venideros”.

El texto de Pérez-Liñán se publicó en 2001. Desde entonces muchas democracias de nuestra región sufrieron crisis políticas agudas y conflictos graves entre poderes. En muchos casos los presidentes fueron obligados a abandonar el cargo antes de finalizar sus mandatos. Sus gobiernos cayeron, pero la democracia sobrevivió. Hubo crisis presidenciales. Pero, tal como se esperaba en el artículo que vengo comentando, los conflictos no quebraron la continuidad del régimen democrático. La consolidación de la democracia en la región contribuyó a atenuar los potenciales efectos disruptivos de los conflictos políticos e institucionales.

Es obvio que se van acercando tiempos más difíciles para la región. La economía se viene frenando. Muchas expectativas sociales, tanto las de los eternamente postergados como las de las nuevas clases medias, no han podido ser colmadas a cabalidad. La corrupción corroe rápidamente el prestigio de dirigentes y la legitimidad de los partidos políticos en demasiados países. Los conflictos entre poderes estarán a la orden del día, especialmente allí donde los presidentes están en minoría y los sistemas de partidos exhiben síntomas más obvios de polarización. Nadie puede descartar desenlaces dramáticos. No puedo asegurarle a nadie que el conflicto entre el chavismo (que controla el Ejecutivo) y la oposición (que pasó a tener una mayoría abrumadora en el Parlamento) no puede terminar mal. La brecha política e ideológica entre ambos es demasiado grande. Y la vocación del chavismo por construir hegemonía es demasiado obvia. Tampoco puedo asegurar que el presidente Macri contará con la colaboración del Congreso argentino para llevar a adelante sus promesas electorales. La agresividad del justicialismo cuando le toca pasar a la oposición está largamente documentada.

Sin embargo, el costo de quebrar las instituciones o de derribar gobiernos en América Latina ha aumentado de modo sensible. El precio de excluir al “otro” ha pasado a ser demasiado alto. En Venezuela, ni la oposición puede desconocer la fuerza del chavismo ni el chavismo a la de la oposición. Exactamente lo mismo ocurre en Brasil o Argentina. Los principales actores de la región, muy a su pesar, están condenados a tolerarse mutuamente y a pactar entre sí. Poco a poco se debilitan las hegemonías y se configuran empates. El péndulo se sigue moviendo. Hay alternancias no triviales. Todo esto es muy bueno y no tiene que generar tanto temor. Los empates, si se procesan bien, harán todavía más fuertes a nuestras democracias. La alternancia, aunque genere incertidumbre sobre las políticas públicas, amplifica la voz de la ciudadanía y purifica el sistema.

Es cierto. No es fácil distribuir el poder y abrir camino al pluralismo. También es cierto que a nuestras democracias les sigue costando demasiado trabajo estabilizarse. Hubo, hay, y seguirá habiendo tensiones políticas fuertes. Pero los invito a ver el lado fecundo, esperanzador, fermental (como diría don Carlos Vaz Ferreira), de los fuertes conflictos que se van asomando.

1 Pérez Liñán, Aníbal. 2001. Crisis presidenciales: gobernabilidad y estabilidad democrática en América Latina, 1950-1996. Instituciones y desarrollo 8 y 9: pp. 281- 298

Fuente: El Observador (Montevideo, Uruguay)