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28.08.13

La lógica perversa del partido cuasi único

(La Nación) Lo saludable en una democracia es la fluida alternancia de partidos. Renueva liderazgos, estimula propuestas y ejerce una natural contención a la corrupción (por aquello de que ella es absoluta en un régimen absoluto). Cuando esto no ocurre es porque la dinámica política se contaminó y hay quienes están interesados en que así funcionen las cosas.
Por Tomas Linn

(La Nación) MONTEVIDEO.- No es que el ruido electoral haya hecho pasar por alto el dato. Simplemente se lo dio por sentado. Por eso no llamó la atención que mucha gente que otrora se hacía ver en el búnker partidario de un céntrico hotel porteño estuviera, la noche de las internas, en la sede de Tigre. La misma gente, la misma manera de ver el mundo: antes oficialistas y ahora opositores de un único gobierno. Cambian sin cambiar.

Lo que pasó en Buenos Aires en las elecciones internas no es nuevo ni tampoco exclusivo de la Argentina. Otros países del continente han probado esa fórmula, no siempre saludable, no siempre deseable: la de un sistema de "casi partido único", aunque levemente diferente al rígido sistema soviético o cubano al que Fidel Castro contrapuso hace unos años con la "pluriporquería" de las democracias pluralistas.

Funcionó en México, donde durante décadas predominó el PRI, que monopolizó en su interior el funcionamiento del partido, del gobierno y del Estado. También en Uruguay, hasta 1959 y durante 90 años, rigió el disimulado predominio de un solo partido, el Colorado. Hubo oposición del Partido Blanco, que vigilaba a quien gobernaba y las instituciones eran relativamente sólidas. Pero los grandes debates, las pujas por el poder, el control del Estado no eran más que discusiones internas de ese único partido.

En la Argentina, rodeado de una maraña de alianzas y acuerdos en torno a figuras que quizás por una vez atraigan votos a nivel nacional o provincial, predomina ese inmenso y pesado "movimiento peronista" de organización laxa que se inclina a la derecha o la izquierda según la coyuntura. Pero está, se impone, gana elecciones, las pierde, se parte, se reunifica, se reformula y vuelve a resurgir como el ave fénix. A su manera, el peronismo instaló una versión del "casi partido único".

Al igual que el PRI en México y el batllismo colorado en el Uruguay del siglo pasado, controlar el Estado es fundamental. Pero si bien el peronismo sabe moverse en sus vericuetos, su poder es además cultural y se apoya en algo intangible y profundo, vinculado con las conductas y la idiosincracia de una porción importante de la población.

El PRI surge de un violento proceso revolucionario en México donde los enfrentamientos internos fueron una forma de depuración recurrente y cruel. Al final el grupo revolucionario se institucionalizó y gobernó el país por décadas. El mecanismo era sencillo: cada presidente designaba al candidato para la elección siguiente. Como el triunfo era cantado (por prácticas tramposas y también porque así lo prefería la gente), el sistema fue llamado "el dedazo". La designación parecía un puro capricho del presidente saliente, pero no lo era tanto. Había que equilibrar las tensiones internas para no causar rupturas. Así se consolidó una especie de "dictablanda" que el escritor ganador del Nobel Octavio Paz denominó "el ogro filantrópico".

Con la derrota en una guerra civil del Partido Blanco en 1904, el Partido Colorado en Uruguay, liderado por la popular figura del José Batlle y Ordóñez, se volvió imbatible. Ante un país todavía anárquico, Batlle consolidó un Estado que terminó siendo su bastión de poder. Simultáneamente, incluso con la presión de los blancos, fortaleció las instituciones de modo paradójico: controlaba buena parte del país dentro de reglas de juego que eran, para la época, liberales.

Tampoco Batlle y Ordóñez las tenían todas consigo. Su poder fue desafiado y en ocasiones con éxito. En parte, por el partido opositor. Algunos historiadores sostienen (con algo de razón) que de no haber habido un Partido Blanco, Uruguay hubiera terminado como México. Sin embargo, la mayoría de los desafíos vinieron desde dentro de su partido. Allí se procesaban los debates del país. Lo que era interno se volvía un asunto nacional.

Eventualmente, esa hegemonía se perdió. Pero al comenzar el siglo XXI el Frente Amplio va en similar dirección. Lleva 25 años al frente del gobierno capitalino, donde vive la mitad del país, y dos períodos en el gobierno nacional. Al presentarse Tabaré Vázquez para un nuevo período frentista (sería el segundo no consecutivo suyo), todo apunta a una prolongación de este ciclo.

Al igual que con el peronismo, comienza a instalarse la idea de que si otro gana, no le será fácil gobernar. En Uruguay el sindicalismo tiene amplio dominio frentista; en la Argentina, es peronista. Un estilo activo de militancia expresa a la cultura frentista uruguaya, así como el gran movilizador popular en la Argentina es el peronismo. De ese modo, algunos se van convenciendo de que es preferible que todo siga como está, aunque con leves retoques en el envase. Es una lógica perversa, casi un chantaje, pues cuando sí ocurre una rotación en el gobierno, el partido que asume enfrenta una burocracia estatal y un sindicalismo que no le pertenecen y que conspiran para paralizarlo.

Cuando al partido dominante le va mal, siempre emerge desde adentro una impensada alternativa. Alguien que tal vez derrote al gobierno, pero logre lo más importante: salvar al peronismo.

Lo saludable en una democracia es la fluida alternancia de partidos. Renueva liderazgos, estimula propuestas y ejerce una natural contención a la corrupción (por aquello de que ella es absoluta en un régimen absoluto). Cuando esto no ocurre es porque la dinámica política se contaminó y hay quienes están interesados en que así funcionen las cosas. También, porque sectores importantes de la población no se sienten incómodos ante esta realidad y la toleran con sus votos.

Fuente: La Nación (Buenos Aires, Argentina)