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02.08.13

La alternativa parlamentarista en Uruguay

(El Observador) Pareja, Peixoto, Pérez Antón y Rilla han puesto sobre la mesa, una vez más, un tema de reflexión fundamental. El gobierno no se formaría en torno al presidente (electo en primera o segunda vuelta) sino a partir de los acuerdos políticos entre las principales fracciones en el Parlamento. El argumento es sofisticado. Se apoya en una bien conocida tradición de críticas al presidencialismo, y en un profundo conocimiento de la historia política uruguaya. Pero, para ser muy sincero, no lo comparto por muchas razones.
Por Adolfo Garcé

(El Observador) En el debate político, como en todo, lo urgente conspira contra lo importante. Las intrigas cotidianas, como es sabido, restan espacio a la reflexión sobre los problemas de fondo. Debe ser por eso que me sorprendió tanto el contenido de la excelente página titulada “Hacia otra manera de armar el gobierno”, firmada por los colegas Carlos Pareja, Martín Peixoto, Romeo Pérez Antón y José Rilla, publicada el jueves pasado por el semanario Voces.

Paso a citar brevemente un pasaje fundamental: “En notorio contraste con el verdadero estado del debate en asuntos fundamentales, importa subrayarlo, nuestro sistema está cada vez más fragmentado, muestra signos de parálisis preocupantes y ha terminado por someterse a la extorsión de sectores minoritarios con gran capacidad de movilización. La razón última de este estado de cosas es que optamos por el sistema político equivocado”.

Para estos colegas, los problemas inherentes al presidencialismo (como la rigidez de los mandatos fijos, que impide “reflejar realidades cambiantes”) se han visto agravados por la reforma de 1996.

Aunque también cuestionan la regla de la candidatura única por partidos, el blanco principal de las críticas es el balotaje.

Sostienen que esta regla “fija la contienda política como enfrentamiento entre dos partes”, “concentra excesivamente la atención en el Ejecutivo”, y el presidente, “en desmedro” del Legislativo, obstaculiza la adaptación de las políticas de gobierno a circunstancias cambiantes, y “crea una barrera innecesaria entre los partidos que conforman ambos bloques” políticos.

Como consecuencia, aunque sectores de la oposición y del partido de gobierno comportan preferencias sustantivas, la dinámica del sistema impide que se concreten acuerdos entre ellos.

El sistema queda atrapado por minorías con poder de movilización, que bloquean la adopción de políticas que contarían con el apoyo de la oposición. Esto es, notoriamente, lo que ocurrió durante el trámite del TLC con EEUU.

Según los autores, no es imprescindible una reforma de las instituciones para hacer posible un funcionamiento distinto: “Bastaría usar adecuadamente la facultad del Parlamento para designar y derribar ministros”.

El gobierno no se formaría en torno al presidente (electo en primera o segunda vuelta) sino a partir de los acuerdos políticos entre las principales fracciones en el Parlamento.

El argumento es sofisticado. Se apoya en una bien conocida tradición de críticas al presidencialismo, y en un profundo conocimiento de la historia política uruguaya.

Pero, para ser muy sincero, no lo comparto por muchas razones.

Paso a exponer solamente dos. La primera refiere al diagnóstico. Aunque es cierto que la dinámica actual del sistema impide acuerdos entre fracciones de partidos distintos, el sistema político uruguayo no está paralizado. Produce decisiones y políticas. Permite la innovación. La evidencia empírica generada sistemáticamente por Daniel Chasquetti acerca de la producción parlamentaria muestra que desde 1985 hasta ahora, con absoluta independencia de la existencia (o no) de coaliciones políticas y de los perfiles de los presidentes, el sistema opera a buen ritmo.

La segunda razón de mi desacuerdo refiere a sus eventuales consecuencias políticas.

El viraje hacia una dinámica parlamentarista centrada en acuerdos entre las fracciones atentaría automáticamente contra la unidad de los partidos.

La clave principal del éxito de la democracia uruguaya en términos comparados, como algunos de quienes firman la nota de referencia han explicado tantas veces, es la solidez de sus partidos.

El declive de la democracia durante la década de 1970 y el desenlace de junio de 1973, a su vez, tiene mucho que ver con el debilitamiento de las dinámicas de cooperación dentro de los partidos y con cierto desenfreno de la competencia política.

La reforma del 96, dicho sea de paso, apuntó a combatir la fraccionalización porque, en buena medida, se apoya en un diagnóstico como ese acerca de la crisis de nuestra democracia.

En verdad, mi opinión es lo de menos.  Lo que realmente importa es que Pareja, Peixoto, Pérez Antón y Rilla han puesto sobre la mesa, una vez más, un tema de reflexión fundamental. La propuesta realizada no debería pasar inadvertida. El guante está llamado a ser recogido tanto por los académicos como por los dirigentes políticos.

Fuente: El Observador (Montevideo, Uruguay)