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29.04.13

¿Qué hacer?

(Club Político Argentino) Con independencia del destino de los planteos judiciales, o de las decisiones sobre tácticas y estrategias electorales (que cada sector legítimamente definirá), el arco opositor está obligado a hacer lo que el oficialismo no hace: escuchar el reclamo expresado por buena parte de la ciudadanía y elaborar “un programa positivo de acción”, acorde con sus hoy limitadas posibilidades, pero a la altura de las amenazas que se ciernen sobre la República.
Por Antonio Camou

...la agitación política más amplia y, por consiguiente, la organización de denuncias políticas de todo género es una tarea necesaria… Pero… nosotros debemos hacer de los militantes socialdemócratas… líderes políticos que sepan dirigir todas las manifestaciones de esta lucha múltiple, que sepan, en el momento necesario, dictar un programa positivo de acción a los estudiantes en efervescencia, a los descontentos…, a los miembros indignados de las sectas religiosas, a los maestros nacionales lesionados en sus intereses, etc., etc.

V.I. Lenin, ¿Qué hacer?, febrero de 1902.

(Club Político Argentino) La masiva manifestación del 18-A corre el albur de quedar atrapada en un juego político imposible. De un lado, asoma el reclamo de “unidad” del arco opositor como estrategia político-electoral para frenar la ya desembozada carrera del kirchnerismo en pos de la “suma del poder público”; de otro, el reconocimiento de que el amplio espectro de voces y demandas que han venido animando estas protestas encuentran su fortaleza, justamente, en una diversidad de expresiones que difícilmente podrían ser encuadradas en una estructura de poder común. Así, la necesidad de retroalimentar permanentemente la “pluralidad”, mixturada con las espontáneas y en buena medida ingenuas demandas de “unidad”, parecen enfilarse hacia un callejón de estrecha salida o de frustrante desgaste.

Contrariamente a lo que muchos señalan, los dirigentes opositores leyeron con perspicacia el problema y se anticiparon a sus eventuales consecuencias, cuando intentaron poner en práctica lo que podríamos llamar el Plan A para detener al oficialismo. Lo hicieron al anunciar su voluntad de unificación de las listas de representantes al Consejo de la Magistratura en consonancia con el proyecto original que el Poder Ejecutivo había mandado al Senado, mientras las listas a otras categorías electivas (senadores, diputados, concejales) quedaban reservadas para las diferentes extracciones partidarias. Pero en una aviesa jugada, que desnuda las verdaderas intenciones del proyecto, el kirchnerismo cambió sobre la marcha la redacción del estratégico artículo 3 bis, a efectos de impedir una posibilidad por demás razonable: Ya no está permitido que diferentes partidos puedan presentar una lista común de representantes ante el Consejo, aunque difieran en otros cargos legislativos. Incluso se dio una vuelta de tuerca de manifiesta arbitrariedad: ahora también se le exige a los partidos que presentan candidatos al Consejo que integren el mismo frente electoral en al menos 18 de los 24 distritos del país (cabe recordar que para oficializar candidaturas a la presidencia la ley que en su momento impuso el oficialismo requiere solamente 5 distritos…). En definitiva, un traje hecho a medida para el caballo del comisario.

Por si esto fuera poco, después de la escandalosa votación de la madrugada del jueves en Diputados, quienes se ilusionaban con bloquear rápidamente el malhadado engendro jurídico oficialista en los estrados judiciales deberán tomar nota de una mala noticia. Al promulgarse por estas horas la ley de las nuevas cautelares, y casi con seguridad dentro de unos días la ley que modificará la composición y forma de elección del Consejo de la Magistratura, la vía judicial pensada por diferentes sectores de la oposición y por organizaciones de la sociedad civil deberá sortear un escollo de proporciones. La anunciada catarata de cautelares contra la nueva ley del Consejo (y otras normas del ominoso paquete) será un torrente de cautelares devaluadas, fácilmente eludibles por el gobierno. Se producirá, en todo caso, una desesperada lucha contra reloj para que la justicia detenga un proceso electoral que en pocos días más iniciará su inexorable marcha.

Ahora bien, sin perjuicio del derrotero que sigan estos planteos en los tribunales, los dirigentes de la oposición siguen estando frente al desafío de integrar las demandas por la “unidad”, vociferada por las calles, con la inevitable “diversidad” que marcan historias, intereses, candidaturas o proyectos. Tal vez por eso es cada vez más fuerte el reclamo para que gran parte del arco opositor confluya en un programa legislativo mínimo común de cara a las próximas elecciones. Este hipotético programa sería nada más que una base de consenso sobre el que cada fuerza seguiría edificando sus propias y plurales propuestas. Al arte político le corresponderá decidir el ancho y el espesor de esa plataforma, a sabiendas de su inevitable tensión: un acuerdo que concite múltiples adhesiones versará sobre muy escasos puntos; uno más detallado será firmado por unos pocos.

En el nivel más elemental –que podría ser suscripto por un amplísimo espectro de fuerzas- aparece el compromiso explícito de oponerse a una reforma constitucional (ya lo han hecho varios de los legisladores actuales pero deberían hacerlo los nuevos candidatos). Este acuerdo no solamente pondría un límite al avance oficialista sobre las instituciones, también prefiguraría un estimulante efecto de lectura político-electoral. Si las fuerzas firmantes –aún dispersas- obtienen un importante apoyo en las urnas, tendríamos una vara común para leer la distribución de escaños que arrojará la elección de octubre: de un lado los que están a favor de la re-reelección presidencial,  del otro los que militan en su contra.

Un segundo nivel de consenso podría avanzar sobre la derogación de algunas leyes K, tal como el paquete judicial o el pacto con Irán. Más allá de contar con los votos suficientes a partir de marzo del 2014, el acuerdo sería la expresión de una nueva voluntad política en construcción para ponerle fin al ciclo actual. Por último, si las condiciones lo permiten, podría avanzarse en la definición de algunas grandes líneas sobre nuevas normas, como la sanción por ley de la asignación universal por hijo, una renovada estructura autónoma para el INDEC, o una normativa más exigente –dotada de instrumentos eficaces- para perseguir los delitos de corrupción. En conjunto, estas iniciativas comenzarían a imprimir una dirección de cambio hacia el postkirchnerismo.

Con independencia del destino de los planteos judiciales, o de las decisiones sobre tácticas y estrategias electorales (que cada sector legítimamente definirá), el arco opositor está obligado a hacer lo que el oficialismo no hace: escuchar el reclamo expresado por buena parte de la ciudadanía y elaborar “un programa positivo de acción”, acorde con sus hoy limitadas posibilidades, pero a la altura de las amenazas que se ciernen sobre el régimen representativo, republicano y federal consagrado por nuestra Constitución.