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16.04.13

Una derrota política y el fin de la hegemonía

Al menos 700 mil votos de Capriles provinieron de sectores chavistas, lo que demostraría que el miedo y la obscena sobreutilización de la muerte de Chávez no funcionaron como esperaba el régimen. El discurso de triunfo de Maduro la noche de su pírrica victoria lo mostró aturdido, en lugar de feliz y triunfante.
Por Pablo Díaz de Brito

El triunfo de Nicolás Maduro, mínimo y cuestionado, es de hecho una gran derrota política del chavismo. La primera prueba electoral sin su fundador es cuanto menos alarmante desde su punto de vista. Pocas veces en la historia política moderna un candidato oficialista ha contado con tantas ventajas, algunas válidas, simbólicas y emocionales, y otras abusivas. Las 15 horas diarias de su campaña en los principales canales de Venezuela contra los dos o tres minutos para Capriles; la movilización de todo el aparato del Estado a cara descubierta en favor del candidato-presidente "encargado"; y, sumado a todo esto, la ola emotiva causada por la muerte de Chávez, a quien Maduro nombró miles y miles de veces. Pero, por su enorme torpeza, esta invocación, sumada a una burda imitación del fallecido, terminó volviéndose un bumerán. Maduro, sencillamente, destrozó lo que era una enorme ventaja, el "efecto heredero". Las encuestas empezaron mostrando a Maduro en el 50 por ciento, pero a Capriles en un 35 por ciento. Este aceptó su candidatura casi como una cruz. Pero en apenas 20 días el candidato de Chávez se desinfló y terminó ganando de forma sospechosa y controversial, al punto que el lunes 16 de abril el chavismo se apresuró a proclamarlo presidente electo.

Asunto que lleva a la legitimidad de Maduro, o sea, a si estas elecciones (como tantas anteriores en Venezuela) fueron distorsionadas por algún grado de fraude. Pero, además de la sospechas de fraude, surge otro asunto, clave: una parte considerable, sino mayoritaria, de la población venezolana, chavista o no, está convencida de que el Estado sabe por quién se vota. En la mesa electoral están las máquinas "captahuellas", así como de las de voto electrónico. Aunque esta sospecha no sea cierta (y los referentes de la oposición trataron desesperadamente de convencer a la gente de que su voto era secreto y seguro), la duda está instalada hace años. Y este solo hecho distorsiona el acto electoral. Desconectar las "captahuellas" e identificar al votante en forma tradicional (como pidió en vano la opositora María Corina Machado, por ejemplo) sería una buena medida si se quisiera realmente disolver estas dudas. Pero es obvio que el chavismo juega perversamente con este temor instalado en la población.

De manera que aún si se hicieran una auditoría externa completa del sistema y un recuento exhaustivo, como reclama Capriles, y si estos exámenes determinaran que no hubo un solo voto robado o falseado (cosa que Capriles y observadores independientes descartan de plano), esta distorsión por el miedo inyectado al electorado seguiría en pie. Existen otras fuentes de distorsión del voto: en las clases populares, base electoral casi exclusiva del chavismo, los habitantes tienen habitualmente de vecinos a miembros de las "milicias bolivarianas", armadas y uniformadas; a "motorizados" (patotas chavistas montadas en motos) o a simples militantes de camisa roja. Este entorno social vigilante y militante también es una fuente de intimidación.

En suma, puede concluirse que en cualquier país latinoamericano con una democracia normal, sin estas anomalías, el presidente electo hubiera sido Capriles. Al menos 700 mil votos de Capriles provinieron de estos sectores chavistas, lo que demostraría que el miedo y la obscena sobreutilización de la muerte de Chávez no funcionaron como esperaba el régimen. El discurso de triunfo de Maduro la noche de su pírrica victoria lo mostró aturdido, en lugar de feliz y triunfante. Denunció complots y diversas "guerras" "de la burguesía". Repitió hasta el cansancio que ganó "por casi 300.000 votos", como si fuese una gran cifra sobre un electorado de casi 15 millones. El estado de ánimo confusional y amenazante de Maduro (ayer se mostró algo recuperado), el rápido pedido de revisión de estrategias que hizo su rival interno Diosdado Cabello, el apresuramiento en consagrarlo presidente electo; todas son señales de que el chavismo, derrotado políticamente aunque haya ganado —supuestamente— en las urnas por un pelo, sabe que en el futuro no podrá volver a presentarse a una competencia presidencial, porque la perdería aún con la cancha groseramente inclinada a su favor. En suma: ha perdido la hegemonía que le daba Chávez.

La pérdida de Chávez se confirma así irreparable. Maduro, que es un hombre limitadísimo con formación comunista ortodoxa, ya ha dado señales indudables de cuál sería su "solución" a este problema. La salida para no entregar jamás el poder "a la burguesía" es seguir la técnica golpista que le sugieren desde La Habana. La continua denuncia de complots, de intentos de asesinato, de "guerra eléctrica", de boicots cambiarios y productivos de "la burguesía"; este discurso repetitivo parece apuntar a una salida cubana, invocando la grave amenaza externa e interna "contra la revolución, la patria y el pueblo de Chávez y Bolívar". Tal como hizo Fidel Castro en los tiempos que siguieron a la revolución de 1959, cuando descabezó la dirección plural y "burguesa" que se había conformado en Cuba e incumplió su promesa de elecciones pluralistas para apropiarse del poder al más puro estilo leninista. Un putsch, en suma, para clausurar el camino de las urnas, dado que esta alternativa, con la desaparición de Chávez, para el chavismo se ha vuelto un seguro certificado de defunción.