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26.03.13

¿Chavismo o peronismo?

(Club Político Argentino) Señalar que son bajas las probabilidades políticas de que el kirchnerismo degenere en chavismo puede ser un consuelo de tontos, y podríamos reconocer que nos mereceríamos un destino mejor; pero los resultados políticos, como los futbolísticos, no se merecen sino que se construyen, y la reflexión en torno a nuestra condición es una parte necesaria de esa paciente tarea reconstructiva que tenemos por delante.
Por Antonio Camou

(Club Político Argentino) En una carta fechada el 14 de febrero de 1858, Karl Marx le escribía a Engels: "La fuerza creadora de los mitos, característica de la fantasía popular, en todas las épocas ha probado su eficacia inventando grandes hombres. El ejemplo más notable de este tipo es, sin duda, el de Simón Bolívar". Queda para otra oportunidad discutir las razones –refinadamente espigadas en un recordado trabajo de José Aricó- por las cuales el autor de El Capital tenía en tan baja estima al héroe de la independencia, pero la frase viene a cuento a la hora de considerar el destino del chavismo sin Chávez, sus repercusiones en América Latina, y en particular, lo que la experiencia venezolana conlleva de posible espejo para mirar la política argentina.

En este marco, un reciente e inspirador artículo de Aleardo Laría (“Argentina y Venezuela, ¿mismo rumbo?”), establece una ilustrativa comparación entre el chavismo y el kirchnerismo, destacando con agudeza buena parte de los parecidos en el derrotero socioeconómico, institucional e internacional de los dos países. Como bien señala el autor, “hace algunos años, cuando todavía vivía Néstor Kirchner, los analistas internacionales no sabían a dónde ubicar a la Argentina en el contexto geoestratégico latinoamericano”, pero desde que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner adoptó la estrategia de ir por todo la “aproximación al modelo bolivariano ha ido en aumento”.

La pregunta que surge frente a este panorama es si esa aproximación encuentra (o no) resistencias  en el camino, y de qué tenor son esas hipotéticas barreras. Tal vez una manera de responder a esta cuestión es indagar no solamente en los parecidos, sino también completar el cuadro observando algunas diferencias entre ambas realidades. Dejando entre paréntesis importantes rasgos estructurales (por caso, el mecanismo de apropiación de la principal renta exportadora de cada una de nuestras economías), y pasando por alto otras consideraciones de coyuntura (comparado con lo que había, la política social chavista ha sido objetivamente beneficiosa para amplios sectores postergados de la sociedad venezolana, y la han retribuido de manera consistente con su apoyo electoral al oficialismo), aquí me interesa destacar para el debate lo que creo son tres reveladoras diferencias políticas al interior de los dos modelos “populistas”.

La primera distinción se refiere al papel de las FF.AA en la configuración de un esquema de ejercicio del poder. A lo largo de estos últimos años, y con particular vigor después del intento de golpe del 2002, el chavismo ha militarizado Venezuela y ha chavizado a sus fuerzas armadas. Lo ha hecho a través de una extensa “capilarización” militar de territorios y espacios sociales, y de un paulatino descabezamiento de altas figuras castrenses (profesionales unos, opositores otros), que han sido reemplazados por cuadros leales al finado Comandante. Por razones que aquí huelga detallar, es tan difícil concebir la experiencia chavista sin el concurso real de las fuerzas armadas, como pensar que en la Argentina posdictatorial los militares recuperen un rol político preponderante en la sociedad, sobre todo de la mano de un gobierno con el que guardan múltiples flancos de enfrentamiento. Frente al caso venezolano, las fuerzas de choque reclutadas por el kirchnerismo se parecen mucho más a la “Sociedad 10 de Diciembre”, un amasijo de lúmpenes y mercenarios magistralmente retratados por el propio Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, que a una estructura de control orgánico.

El segundo contraste involucra la trama de relaciones asociativas entre Estado y sociedad. Aún con todas las debilidades del caso, la Argentina presenta una densidad de organizaciones de la sociedad civil, de espacios institucionales de relativa autonomía, de vínculos entre actores sociales y de estrategias diversificadas de actuación, de las que carece el país caribeño. Desde la justicia al Parlamento, de los sindicatos a los partidos, de las universidades a los medios de comunicación, de las asociaciones de consumidores a las iglesias (en días de repentina e intensa vaticanidad vale la pena recordar que la primera derrota electoral del kirchnerismo la encabezó un cura…), esa trama ofrece una cierta malla de contención a extremos autoritarios. Cuando además estas ligaduras se potencian a través de los lazos digitalizados de las redes sociales, nos encontramos con movilizaciones como las del 13S y el 8N del año pasado, capaces de marcarle algunos límites a los desbordes gubernamentales.

Pero quizá la más significativa divergencia depende, ni más ni menos, de eso que nos hemos acostumbrado a llamar “el” peronismo (con el mismo grado de simplificación nominalista con la que decimos “el” islam, “la” edad media o “el” marxismo). Cada quién hará su propio balance histórico del variopinto movimiento fundado por el General Perón, pero aquí me gustaría rescatar un aspecto puntual que suele menospreciarse; me refiero a la positiva contribución que ha venido aportando en los últimos tiempos a la alternancia política, en el marco de una gobernabilidad democrática y dentro de nuestro desvencijado sistema político nacional.

Ciertamente, no son las virtudes republicanas del conglomerado peronista las que tienden a garantizar dicha alternancia, sino más bien sus desenfrenados vicios, pero un defecto que produce buenos resultados merece ser preservado, al menos hasta que logremos reemplazarlo por algo mejor.

Como es sabido, la flexibilidad organizativa, la capacidad de penetración territorial, la casi instantánea disposición para verticalizarse frente a la autoridad y la plasticidad moral del peronismo le han permitido adaptarse a los vientos cambiantes de nuestra pequeña historia a efectos de alcanzar o retener el poder. Como hay profusos ríos de tinta que nos recuerdan el lado malo del asunto, me gustaría que no olvidáramos su costado bueno: bajo ciertas condiciones (y aquí la ciudadanía independiente tiene un papel clave para jugar) las huestes peronistas tienden a obstaculizar la perpetuación de un “unicato” al estilo chavista. Dicho de otro modo, aunque algunos sectores kirchneristas aspiren hoy a una cierta chavización del gobierno, son otros segmentos peronistas los que fundamentalmente están en capacidad (y poseen la voluntad) de bloquear esa pretensión autoritaria.   

Hablando mal y pronto, la dinámica de la alternancia política en una Argentina que desde hace algunos años responde en el plano federal a un esquema de partido dominante, marcha sobre dos ruedas: de un lado, el nivel del amperímetro en la relación entre gobierno y ciudadanía, de otro, el estado de las fluidas lógicas de competencia al interior del universo justicialista. Así, cuando el registro de la opinión ciudadana comienza a marcar una creciente desafección con el oficialismo de turno por diferentes causas (situación de desempleo, persistencia de la inflación, preocupación por la inseguridad, rechazo a reiteradas prácticas de corrupción, etc.), los sectores “disidentes” del aglomerado peronista se alistan para capitalizar ese descontento.

Si miramos esta lógica a través del límpido cristal de los manuales de ciencia política, o de las formas estilizadas de otras realidades nacionales, el patrón deja mucho que desear. Pero este modelo contribuyó en los ’90 a que Menem abandonara su proyecto de forzar la Constitución para permanecer en el cargo, y tal vez también ahora termine sepultando los sueños de perpetuación kirchnerista. Por supuesto, no está escrito en ningún lado que así vaya a suceder, y la política tendrá que trabajar mucho para que suceda, pero en esa batalla republicana tanto la oposición “no-peronista” como una parte significativa del peronismo –movido por sus arrolladoras ambiciones y no por devociones tocquevilleanas- estará necesariamente del lado de la alternancia.

Por cierto, señalar que son bajas las probabilidades políticas de que el kirchnerismo degenere en chavismo puede ser un consuelo de tontos, y podríamos reconocer que nos mereceríamos un destino mejor; pero los resultados políticos, como los futbolísticos, no se merecen sino que se construyen, y la reflexión en torno a nuestra condición es una parte necesaria de esa paciente tarea reconstructiva que tenemos por delante.

La moraleja un poco triste de esta historia es que la ciudadanía clasemediera argentina con pretensión republicana, tan informada como dispersa, tan susceptible como volátil, tan exigente como despartidizada, es capaz de disparar el mecanismo alternador, pero hoy por hoy parece difícil que pueda capitalizarlo. No es poca su contribución y su gran responsabilidad política, aunque ese necesario esfuerzo de nadar contra la corriente de una oleada autoritaria desemboque en alguna playa peronista, donde siempre habrá dirigentes arrebatados por las pasiones del poder y bien dispuestos al sacrificio de ejercerlo.

Hace muchos años el joven Marx aprendió del viejo Hegel que “debe llamarse astucia de la razón al hecho de que ella haga actuar en lugar suyo a las pasiones”. Por estos andurriales de la historia y de la geografía, en ausencia de actores e instituciones mejores, todavía sigue siendo cierto que esos incontenibles entusiasmos le otorgan alguna racionalidad a nuestra tosca alternancia política.

A veces pienso que Hegel y Marx se perdieron algo importante cuando tomaron la prematura decisión de morirse sin conocer al peronismo.