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05.02.13

Hay que evitar que la historia se repita

Escraches, insultos, agresiones. Reabrir el debate sobre las culpas de los años 70 nos ayudaría a combatir la peligrosa degradación de nuestra cultura política
Por Héctor Ricardo Leis

(La Nación) La Argentina vive prisionera de su pasado, cada vez más. Las personas traducen todos los comportamientos del presente en términos del pasado. Pero se trata de un pasado congelado que posee templos y sacerdotes que velan para que la memoria histórica sea la que mejor atienda a sus intereses políticos. No existe libertad para la crítica . Nuestro país es hoy un lugar triste, donde insultar, agredir, escrachar a un ciudadano o a un funcionario público que piensa diferente pasó a ser la forma habitual de comunicarse. La víctima puede ser del Gobierno o no; puede ser Kicillof o Darín, Boudou o un periodista o ciudadano opositor cualquiera, no importa. Tengo 69 años, no me acuerdo de que esto fuera un hábito en la época de mi juventud. Pero sí lo es ahora. La cultura cívica o ciudadana que se pone a disposición de nuestros jóvenes por medio de esos ejemplos es triste y bordea la ilegalidad. La degradación abismal de la cultura política es una muestra del rumbo de degradación en general que lleva nuestro país.

Esa decadencia tiene dos caras que deben ser igualmente combatidas. Una es la adulación; la otra es la violencia. En las fases críticas del país siempre se verificó un aumento de esos dos componentes. Los ataques al que no piensa igual crecen en la misma proporción que las adulaciones al que es igual. Ayer los escraches victimizaban a los que eran de la oposición; hoy ocurren también en sentido inverso. Hoy las adulaciones circulan de forma alucinada entre la Presidenta y sus seguidores, en ambos sentidos. Mañana puede ocurrir lo mismo en el campo de la oposición. Evitemos llegar tan lejos y practiquemos, en vez de eso, un pensamiento crítico.

En la Argentina no existe hoy debate de ideas. Ni en seminarios públicos ni por cualquier otro medio. Nadie responde las críticas intelectuales en el mismo nivel en que ellas son planteadas. La ESMA puede ser transformada en churrasquería, pero ni los políticos ni los intelectuales ni los que defienden ni los que atacan al Gobierno ven la necesidad de reabrir el debate sobre los derechos humanos en el país. Es una pena: abrir este debate puede permitirnos combatir la presente degradación de la cultura política.

Los derechos humanos se transformaron en un dogma que culpabiliza a un único demonio por todos los males del pasado. Pero una mirada distanciada de los hechos revela hoy una verdad bien diferente: había muchos más demonios en la Argentina. En política, los demonios son actores públicos, no individuos. Estos últimos nunca llegan a demonios, su máxima jerarquía es ser criminales y sus penas son establecidas por tribunales de justicia de acuerdo con la legislación nacional e internacional vigente. Llamo demonios a los principales actores que en los años 70 victimizaron con la violencia y el terror a la comunidad política argentina como un todo. En este sentido, no tengo dudas de que el accionar de la Triple A, de los gobiernos de Perón, Isabel Perón, Videla, Viola y Galtieri, sumados al accionar de los Montoneros, el ERP y otras organizaciones guerrilleras menores son todos culpables, ya que contribuyeron solidariamente a una ascensión a los extremos del terror y la violencia que sufrió la Argentina. Ninguno de esos actores pidió tregua u ofreció paz; luchaban hasta el aniquilamiento total de los combatientes enemigos o hasta el agotamiento de sus propias fuerzas. Todos querían la muerte del prójimo, se diferenciaron apenas en el modus operandi y en la cantidad de muertos. Todos estaban cegados por el resentimiento que emanaba de la dinámica de un conflicto armado asumido sin reservas. Pero los tribunales de justicia y de la historia no llegaron a todos por igual. Puedo demostrarlo.

Entre las víctimas de este conflicto existen algunas que me duelen más que otras, lo confieso. Fui montonero y los compañeros me duelen más que los militares. Entiendo que del otro lado debe ocurrir algo parecido, son las leyes de la vida. Pero las víctimas que más me duelen no están en ninguno de esos lados, no debieran estarlo: son los inocentes, aquellos que fueron triturados por acontecimientos sobre los cuales nada entendían o tenían una visión ingenua de ellos.

Ricardo Forster, un querido amigo, escribió en Página 12, el 19 de noviembre del año pasado, una conmovedora carta sobre los estudiantes desaparecidos del Colegio Nacional N° 8 Julio A. Roca. Leamos una parte: "¿Qué nos conmovió de tal modo como para lanzarnos a la aventura de la transformación del mundo? Éramos demasiado jóvenes, algunos quinceañeros, todos dispuestos a ser parte de una cofradía que lograba entrelazar la política imaginada como revolución con la amistad, la pasión amorosa, el riesgo y, claro, cierta inocencia que nos permitía plantarnos ante la injusticia de la sociedad con toda la hermosa prepotencia de quienes viven con plenitud sus años salvajes. No había, entre nosotros, cálculo alguno ni mezquindades".

Retomo este relato porque, más allá de las intenciones del autor, el texto es terriblemente condenatorio de todos los adultos que participamos, de uno y otro lado, en la lucha armada de los años 70. La responsabilidad de aquellos que los masacraron y desaparecieron es manifiesta, su barbarie no precisa ser adjetivada. Pero existe otra responsabilidad que permanece todavía oculta, y está de nuestro lado. Esos jóvenes -algunos extremadamente jóvenes - no hicieron nada para merecer el destino que tuvieron. Comparto con Forster que ellos fueron guiados por sentimientos nobles, pero éstos estaban fundidos y confundidos con la inmadurez e inexperiencia de su minoridad. La ley protege a los menores precisamente porque conoce su fragilidad, sabe la facilidad con que se motivan en una dirección o en la opuesta (tanto el nazismo como el estalinismo, para dar apenas dos ejemplos entre muchos, tuvieron juventudes fanáticas que vestían sus colores). La ley sabe también que los jóvenes no miden correctamente las consecuencias de sus actos, no tienen control pleno de su voluntad, viven en un tiempo eterno donde todo les parece posible. Por eso la ley manda al Estado que proteja a los menores y criminalice a los adultos que los utilizan para realizar actividades que puedan representar riesgos para su salud física y mental. Aun el consentimiento de los menores no elimina la responsabilidad de los adultos. En otras palabras, la ley protege a los menores de sí mismos.

Soy de la generación del 60, como la mayoría de los revolucionarios que asumieron la lucha armada en la Argentina. Me pregunto ¿qué derecho teníamos de reclutar y organizar a jóvenes menores de edad dentro de estructuras subordinadas a organizaciones guerrilleras, como era el caso de la Juventud Guevarista o la UES? En el inicio de la década del 70 el promedio de edad de los principales líderes revolucionarios era de 30 años. ¿Qué derecho tuvimos para reclutar jóvenes quinceañeros? Jóvenes que, como Ícaro, una vez que probasen las dulces alas de la revolución no descansarían hasta quemarlas volando en dirección al fuego del sol. Pienso hoy que una organización guerrillera no tiene siquiera el derecho a reclutar y conducir menores para actividades no militares. En la época, esos reclutamientos me parecían normales, creo que todos los compañeros los consideraban igual. Pero no lo eran, eran profundamente irresponsables y criminales. Me consta que, en general, los menores no eran aceptados como combatientes, pero en algunos casos lo fueron, tanto en el ERP como en Montoneros.

El reclutamiento y utilización de menores de 18 años por parte de grupos armados es un crimen de guerra y está prohibido por el derecho internacional, llegando a constituir un crimen contra la humanidad si los reclutados son menores de 15 años. Esas leyes no estaban vigentes en la época, pero aun así ningún justificativo nos vuelve inocentes, no hay "causas" ni "ideales" que sirvan para eximirnos de culpa. Mucho menos cuando vemos que otra vez la historia se repite, que militantes kirchneristas van a las escuelas para fomentar en los jóvenes decisiones políticas que deberían venir mucho más tarde. Cuando vemos que desde el Gobierno o desde cualquier otro lugar se convoca a los jóvenes en nombre de utopías de antagonismo, sepamos que hay un riesgo, que alentar en los jóvenes una cultura cívica de insultos y agresiones puede llevarnos otra vez a la violencia y de ahí, si no hay aprendizaje, a los crímenes contra la humanidad. Como sucedió en los 70, aunque ningún tribunal de justicia se haya hecho cargo todavía de juzgarnos.

Fuente: (La Nación - Buenos Aires, Argentina)

Nota: El autor es miembro del Consejo Académico de CADAL.