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02.11.09

Sociedad civil y sentido común: el triunfo del nacional-populismo

La izquierda argentina bajo el kirchnerato se ha puesto a toda máquina a ocupar estos espacios educativos y mediáticos y a inculcar estos valores antiliberales y antirrepublicanos. Todos los sectores afines han cerrado filas en este objetivo y dejado sus históricas diferencias de lado. En estas tareas tienen, hay que admitirlo, un grado alto de éxito.
Por Pablo Díaz de Brito

Vale la pena ponerse mentalmente en el escenario nacional de enero de 2012. Supongamos, de manera del todo gratuita, que la economía no estará por entonces tan mal como se teme. ¿Cuál sería en ese escenario optimista el legado K? Me temo que será peor que el que dejaría una mera crisis económica: la hegemonía cultural de la sociedad civil, o de muy buena parte de ella, por la izquierda castro-chavista-peronista.

Esta izquierda nacional-populista ya tiene el control de buena parte del aparato cultural y educativo superior, básicamente las universidades estatales, desde mucho antes de la era K, y desde esta, suma los medios de comunicación estatal y algunos cuantos privados. Pero ahora está ocupando como nunca antes la educación media y primaria con su discurso simplista, emotivo y contagioso.

Esta retórica, balanceada mixtura de peronismo e historiografía de izquierda nacionalista, tiene unos atributos emocionales que la hacen contagiosa y por lo tanto difícil de replicar. A diferencia del marxismo culto, el de Marx y su larga lista de herederos académicos, esta gente no tiene reparos en practicar el populismo más frontal. Y este hace sinergia con mecanismos difíciles de contrarrestar con la argumentación meramente racional.

Si se le dice desde la autoridad de la cátedra a un chico de 14 años que su país es víctima de un sistema internacional injusto, que si hay pobres es por exclusiva culpa de ese sistema perverso que se llama capitalismo internacional, se está haciendo educación en el sentido más profundo del término. O sea, no transfiriendo meros conocimientos sino inculcando valores. Que esos valores sean erróneos y nos conduzcan al fracaso perdurable como sociedad no quita que sean efectivamente educativos.

La izquierda argentina bajo el kirchnerato se ha puesto a toda máquina a ocupar estos espacios educativos y mediáticos y a inculcar estos valores antiliberales y antirrepublicanos. Todos los sectores afines han cerrado filas en este objetivo y dejado sus históricas diferencias de lado.

En estas tareas tienen, hay que admitirlo, un grado alto de éxito. Porque ser de izquierda populista otorga una suerte de renta moral o psicológica, que pone al sujeto en el bando moralmente correcto, moralmente superior. Como se coloca automáticamente contra la realidad social vigente, que corre por cuenta y cargo del capitalismo, nunca del gobierno popular que contra ella lucha, el sujeto beneficiario de esta renta recibe un enorme alivio: él no es parte ni cómplice, por más que su situación individual sea eventualmente privilegiada, del sistema social que genera, aparentemente pero indudablemente para él, esa escandalosa miseria, esas inequidades contra las que lucha el gobierno popular, la causa nacional y popular.

Cierto es que estos mecanismos psicológicos y retóricos también existían desde muchísimo antes del kirchnerismo, como es obvio. Pero en estos años han, como se dijo, hecho palanca, sinergia, con el Estado, que les ha dado unos enormes espacios institucionales que estos sectores nunca antes habían tenido a su disposición. La educación media, por caso. Además de un espacio en los medios de comunicación privados creciente, de la mano de la actitud empresaria de abandonar la línea editorial en función demagógica, a los "muchachos" que les manejan las redacciones. Ahora, con la ley de medios, muchos se acordaron de la línea editorial, pero a la desesperada y de la peor manera.

Así, el tándem medios-educación media está resultando en la conformación de un nuevo sentido común. Un sentido común progresista, según se vino a redefinir este término en los últimos años para señalar al nacionalismo latinoamericano más rancio y reciclado. Sentido común que, como tal, pueden compartir, no ya militantes de Comunicación Social, sino una señora que hace las compras, una profesora, un pequeño comerciante. Y, sobre todo, los jóvenes. Como todo sentido común, una de las cosas que hace eficazmente es acotar los márgenes de discusión. En este caso, la discusión se recorta en modo apriorístico en favor de la izquierda nacional: todo lo que se tacha de "derecha" es rechazado con gesto de escándalo moral y no puede entrar en consideración. La conveniencia objetiva del mercado es un caso ejemplar. ¿Alguien se imagina a un chico del último año de la secundaria defendiendo la economía de mercado en un trabajo de ciencias sociales?

En suma, ese poderoso sistema de valores comunes que es el sentido común ha cambiado en pocos años, grosso modo desde la crisis de 2001-02, en favor de la izquierda populista, que se presenta como inapelablemente superior, no el plano de la factibilidad, que en toda construcción épica debe ser adverso per se, sino en el de la ética. Frente al egoísmo del capitalista y su ley de la selva, la solidaridad entre iguales. Frente a figuras que ya resultan repudiables en su estética (el yuppie, la City, Puerto Madero, etc), el "militante social", el indigenista que enfrenta al terrateniente y sus matones, el obrero de Terrabusi frente al gerente yanqui, etc.

¿Quién dudaría en identificarse, inmediata y perdurablemente, con los "débiles" de este contundente relato maniqueo? En este sentido, la estrategia gramsciana de búsqueda de la hegemonía es hoy diferente y mucho más exitosa de la aplicada en los años 70, al menos en el nivel de la clase media universitaria (Recordemos que para Gramsci  construir una nueva hegemonía implica ante todo una reforma de la conciencia, que debe hacerse con el aparato del Estado: estas dos condiciones se dan en el asunto que nos ocupa. "El gobierno popular tiene que dar cabida a las organizaciones sociales, que deben actuar dentro del Estado", sintetizó un dirigente peronista revolucionario que objetaba la expulsión de Emilio Pérsico del Ministerio de Desarrollo Social).

Ahora, en la actualidad, este cambio de estado de conciencia se logra expeditivamente, con estrategias que recuerdan al marketing capitalista. En lugar de la pesadez de las lecturas colectivas guiadas de Lenin, la baratura ligera y digerible de la historiografía nacional K. Nada de complejizar, todo lo contrario. Como en una campaña publicitaria, precisamente. Porque, literalmente, de eso se trata.

Hoy no se construye una nueva hegemonía cultural, un nuevo sentido común, con el abstruso hegeliano Marx, quien fracasó en esto aún cuando Marta Harnecker intentó vulgarizarlo todo lo posible. Recordémoslo: el marxismo fracasó estrepitosamente en su lucha por conquistar el favor popular en los años 60 y 70. Este cambio de estrategia cultural coincide con el cambio de objetivos: no ya la revolución y la lucha de clases con el grandioso marco escatológico del fin de la Historia, sino, mucho más modestamente, Chávez. Evo en lugar de la epopeya de la Revolución cubana. Menuda reducción de objetivos, pero todo vale si el proyecto de fondo sigue en pie, y no solo esto sino que da grandes pasos adelante (Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Paraguay... Argentina). Y pensar que hace apenas 20 años se derrumbaba la RDA y caía el Muro.

¿Y un sentido común de mercado?

A esta marea regional que sin embargo conduce al fracaso general debería contestar una sociedad que, mal que le pese, sigue siendo en buena medida capitalista en su fisiología diaria, con una buena dosis de cultura de mercado. Qué bueno sería enseñarles a nuestros adolescentes y jóvenes reglas simples y concretas de ese mundo, del quehacer diario de una economía de mercado, de la cotidiana creación de riqueza. De cómo se arma un negocio, cómo se logra un buen producto, cómo se estudia y gana un mercado, etc.

Un saber más o menos técnico pero inmediatamente vivencial, concreto. Esta sí sería una verdadera revolución cultural, que por cierto nuestro país necesita a gritos desde hace generaciones para ponerse, por fin, en el camino del desarrollo.

Hay un problema: ¿cómo? Confieso que solamente se me ocurre señalar hacia esa meta lejana, pero que resulta casi inconcebible en la dificultad concreta de su construcción. Se trata, en suma, más de una provocación que de una proposición. Lo que da una idea de lo mal que están las cosas.