Artículos

14.10.09

El Nobel de la Paz de Obama y el negacionismo pacifista

Luego de la II Guerra Mundial y más aún desde la caída del comunismo soviético, el pacifismo se ha vuelto sentido común en Occidente y sus aledaños. La entrada en escena de Obama y la forzada lectura de su presidencia hecha por el comité noruego del Nobel acentúa esta tendencia.
Por Pablo Díaz de Brito

El Nobel de la Paz que ganó sorpresivamente Obama replanteó, entre otras cosas, el valor y significado del concepto de “paz”. El término Nobel de la Paz evoca de inmediato a un pacifista incondicional, como parecieron entender algunos columnistas europeos, que le enrostraron a Obama la guerra de Afganistán y el mantenimiento de Guantánamo. Pero los Nobel de la Paz no son pacifistas, sino, generalmente, estadistas pragmáticos que se han destacado en la solución de graves conflictos (Henry Kissinger, por ejemplo). Existe otra categoría de Nobel, cierto, la de defensores de los derechos humanos que resisten a dictaduras.

El pacifismo tout court y apriorístico parte de una presunción de superioridad moral que niega un terreno central de la praxis social-histórica: la guerra. Porque la guerra, sencillamente, es parte de la cultura y la historia humanas. No de la mejor parte, sin dudas, pero ahí está, imbricada en la trama histórica, omnipresente. La guerra no debe ser, ni objeto de apología, como hacen los nacionalistas y fanáticos religiosos, ni negada a priori como “inhumana”, como hacen los pacifistas (una actividad que está presente en todos y cada uno de los siglos de la Historia difícilmente pueda calificarse de "inhumana").

Es interesante apuntar que el pacifismo occidental es profundamente burgués. Kant, abrumado por las interminables guerras europeas de su tiempo, dio con su “paz perpetua” el modelo del pacifismo contemporáneo, del cual Bertrand Russel puede ser el mejor emblema. Este pacifismo liberal es una de las causas de la alienación de la causa israelí en Occidente, lo que denota su incompatibilidad con la existencia misma de Israel, que depende de un estado de guerra cuasi permanente para no desaparecer.

Luego de la II Guerra Mundial y más aún desde la caída del comunismo soviético, el pacifismo se ha vuelto sentido común en Occidente y sus aledaños. La entrada en escena de Obama y la forzada lectura de su presidencia hecha por el comité noruego del Nobel acentúa esta tendencia. Que lleva al contraste manifiesto entre las sociedades que rechazan la guerra per se, o al menos su costo humano, con Europa a la cabeza, y las sociedades que aceptan ese costo sin duda alguna, como China, Rusia, India y el resto de Asia. Es evidente que el rechazo de la guerra es un lujo moral que Occidente recién se pudo dar recientemente, y sólo gracias al enorme gap tecnológico y económico que lo separaba del resto. Pero estos abismos tienden a extinguirse. El caso afgano, con los europeos rechazando dar más hombres pero ofreciendo a cambio más dinero, es ilustrativo al respecto. Otro caso emblemático es Irak: allí Estados Unidos "invirtió" la vida de 4500 hombres, lo que implicó un costo político enorme que expulsó a los republicanos del poder. Ahora Obama apura el paso para irse de Irak como sea. China e India darían gustosas diez o veinte veces aquella cifra de bajas a cambio de dominar Irak y acceder a sus inmensas reservas de crudo. No se preocuparían ciertamente de asuntos tales como la opinión internacional o la ONU, ni mucho menos de dar a los iraquíes un gobierno democrático como han hecho los estadounidenses. Chechenia y Tíbet serían para ellos el modelo a aplicar.

El sacrificio de los propios hijos en el altar de la guerra ya no figura, entonces, en el ADN de Occidente. Ir a la guerra era hasta hace pocas generaciones un destino ineludible en las naciones occidentales. Cada generación aportaba sus muertos. Pero, como se dijo, luego de la II Guerra, Europa, y de Vietnam, en Estados Unidos esto cambia radicalmente. Vietnam es ante todo la negativa rotunda de toda una sociedad a guerrear. Los vietnamitas del general Giap centran su estrategia en este dato vital. Era mucho más importante matar enemigos que tomar una determinada posición, lo que invertía totalmente la doctrina militar tradicional. Irak y Afganistán confirman este viraje radical.

Mientras se niega a sí mismo la opción de la guerra, Occidente experimenta fenómenos como el ascenso del islam radical y la irrupción de las grandes naciones asiáticas al rango de potencias mundiales. Dos adversarios que, por cierto, no sólo no se niegan la opción militar, sino que -en el caso del islam radical- hacen de ella su opción preferencial (aunque en este caso no existe confrontación entre potencias, o no por ahora; pero será diferente si los extremistas islámicos terminan por dominar Pakistán, por ejemplo). Se está así ante una competencia asimétrica en favor de estos nuevos actores, al mismo tiempo que aquel gap tecnológico y económico occidental desaparece. El resultado final de esta confrontación es evidente y sólo cuestión de tiempo. Porque un bando no quiere “poner los muertos”, mientras el otro desborda de ganas de hacerlo.