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25.05.20

El pasado, la memoria, el olvido

Cuando Rafael Michelini propuso realizarla por primera vez en febrero de 1996, como el entonces legislador ya no pertenecía al Frente Amplio, la izquierda frenteamplista lo calificó como un “capricho de verano” y también desde quienes se ubican más a la izquierda que el Frente Amplio se denostó la propuesta. A tantos años, y luego de tantas experiencias respecto al uso y abuso de los DDHH y de la memoria -desde traficantes a mercaderes y corruptos bajo el paraguas de otrora causas nobles- cabe preguntarse por el motivo que lleva a expresamente distorsionar el pasado.
Por Hugo Machín Fajardo

La Marcha del Silencio por los uruguayos desaparecidos entre 1973 y 1985 del 20 de mayo en Uruguay —que en este año se vio distorsionada por el Covid19— comenzó a llevarse a cabo en 1996. Once años después de recuperada la democracia. Veinte años después del asesinato de los legisladores uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, junto a otros dos uruguayos [1] ocurrido en el Buenos Aires de la dictadura argentina (1976 -1983).

Cuando Rafael Michelini propuso realizarla por primera vez en febrero de 1996, como el entonces legislador ya no pertenecía al Frente Amplio, la izquierda frenteamplista lo calificó como un “capricho de verano” (ex senador Carlos Baráibar) y también desde quienes se ubican más a la izquierda que el Frente Amplio (26 de Marzo), se denostó la propuesta. Con el regreso de Michelini al F.A. este partido político apoyó las sucesivas marchas realizadas hasta el presente.

Con el paso de los años estos datos mencionados han ido perdiéndose, y las nuevas generaciones —aleccionados por el relato unilateral que la izquierda ha hecho de los años sesenta, setenta y ochenta—, visualizan una marcha por los uruguayos desaparecidos que, como advirtieran los argentinos integrantes del Grupo de Antropólogos Forenses en la Universidad de la República (Udelar) a mediados de los noventa, corre el riesgo de hacer desaparecer por segunda vez a la victimas del terrorismo de Estado.

¿A qué referían los argentinos dedicados a la recuperación de los restos de desaparecidos víctimas del terrorismo de Estado en distintos países? A que la versión unilateral de cómo fueron los hechos en aquellos años lleve a tener en el presente un concepto muy alejado de la realidad que se vivía entonces. Alejado, siempre va a serlo porque, a diferencia de lo que creemos, la memoria no es un disco duro sino un complejo y frágil proceso cerebral que elabora, guarda y trae al presente recuerdos en permanente cambio.

Pero otra cosa muy diferente es evocar a aquellos desparecidos como “angelitos con alas”— esa fue la expresión utilizada por el técnico argentino— que “inocentemente andaban por ahí y eran secuestrados y desaparecidos”, despojándoles de toda caracterización real y de su verdadero protagonismo de entonces.

A tantos años, y luego de tantas experiencias respecto al uso y abuso de los DDHH y de la memoria —desde traficantes a mercaderes y corruptos bajo el paraguas de otrora causas nobles — cabe preguntarse por el motivo que lleva a expresamente distorsionar el pasado.

Una explicación es la de que se hace con el objetivo de trasmitir a las nuevas generaciones una versión que justifique todo lo actuado en el pasado por la izquierda y sobretodo —esa es la aspiración mayor— asegure un lugar en el presente y, por ende, una proyección. “La memoria indudablemente tiene algo que ver no solo con el pasado sino también con la identidad, y por lo tanto (indirectamente) con la propia persistencia en el futuro”, enseña el profesor italiano Paolo Rossi.

Esta distorsión del pasado, la memoria y el olvido, genera un triple efecto negativo.

A)    No permite educar realmente en derechos humanos a las nuevas generaciones. Se parte de considerar esos derechos humanos como exclusivos de un sector de la sociedad, y no como un conjunto de derechos universales e indivisibles, susceptibles de ser vulnerados por cualquier tipo de avasallamiento. Sea una dictadura de derecha, o una de izquierda las que los vulnere. Esto impide reconocer errores propios de parte y parte y entonces sobrevienen aberraciones como las del inefable “Pepe” Mujica de que “tenemos que morirnos todos” para que se llegue a una solución: un desprecio infinito por las nuevas generaciones.

B)     No permitió hasta el presente avanzar en la reconciliación nacional en países como Argentina, Chile, Uruguay, por mencionar solo algunos. Y, consiguientemente, abrió una brecha en la sociedad que se retroalimenta en el presente con alusiones permanentes a construcciones falaces sobre un pasado cada vez más mítico.

C)     El tercer aspecto negativo: vierte ácido nítrico sobre el concepto de solidaridad internacional que paradójicamente debería ser mucho más fuerte en el presente mundo globalizado, que en el de hace medio siglo, como lo fue, y en particular desde diversos pueblos y gobiernos, para con la sociedad uruguaya bajo la dictadura de 12 años.

¿En qué se evidencia este último aspecto? Muchos de los que hubieran marchado este 20 de mayo, y que legítimamente lo han hecho en años anteriores, nunca se han solidarizado por la violación de los mismos derechos humanos violados a sus familiares desaparecidos y que hoy padecen miles de víctimas de las dictaduras cubana, nicaragüense o venezolana. Y no son crímenes cometidos hace 40 años, como en el Cono Sur. Son asesinatos, torturas inhumanas, aberraciones sexuales perpetrados hoy, con aplicación del manual que se aplicaba ayer en los centros de tortura argentinos, chilenos o uruguayos, llámense ESMA, pozos, chupaderos, Automotores Orletti, —argentinos—; Cuartel de la DINA “general Borgoño”; Academia de Guerra Naval de Valparaíso o Colonia Dignidad, —chilenos—; Infierno Grande (Batallón Nro.13) o La Tablada, de Uruguay. Se me dirá que estas dictaduras del 2020 no desaparecen por miles a sus opositores, lo que es cierto, pero a quien razone así, le pido que se ponga en el lugar de los centenares de jóvenes torturados en El Helicoide de Caracas; en el del capitán Rafael Acosta Arévalo, conducido en silla de ruedas a un tribunal luego de una sesión de torturas, y fallecido inmediatamente después en julio de 2019.

Cuarenta años antes imprimíamos a mimeógrafo una denuncia con algunos rasgos parecidos en un periódico clandestino uruguayo: “La joven María Elena Curbelo, perteneciente al MLN tupamaros, llegó al tribunal en silla de ruedas. Víctima de una dolencia congénita a la medula espinal (espina bífida) narró que fue torturada precisamente en ese punto doloroso”. (Desde Uruguay- Primera quincena de noviembre –Nro. 21 de 1979).

Léase también los informes del Centro Nicaragüense de DDHH donde se denuncia la existencia de cáceles clandestinas y torturas.

No es menor y entiendo necesario nombrarlos con nombre y apellido la responsabilidad —irresponsabilidad, mejor dicho— de supuestos premios Nobel de la Paz latinoamericanos, como el argentino Pérez Esquivel y la guatemalteca Rigoberta Menchú, quienes nunca han levantado su voz en defensa de las víctimas de las dictaduras del llamado socialismo del siglo xxi. Y de ellos para abajo, las diferentes direcciones de partidos y grupos autodenominados “de izquierda” que —unos más, otros menos—, han apoyado y apoyan a los Nicolás Maduro y Daniel Ortega, o al siniestro G2 cubano, alguno de estos elementos denunciados por crímenes de lesa humanidad ante la Corte Penal Internacional (CPI).

Esa deformación del relato histórico, entre varias puntualizaciones, requiere de una no menor:  en Uruguay hubo unos 6.000 presos políticos— una atrocidad en un país que entonces contaba tres millones—muertos bajo tortura fueron 34, según la Udelar. En el golpe represivo de 1981/82, en que fui secuestrado junto a unos 150 uruguayos más, hubo tres desparecidos: Miguel Matto, el “Negro” Félix Ortiz, y Omar Paita.

Del total de desparecidos en los 12 años de dictadura, 131 lo fueron en la Argentina de entonces, embarcada desde 1974/75 en una masacre sin código, donde no obstante dirigentes de ultraizquierda uruguaya fogoneaban una demencial lucha armada— con sus correspondientes secuestros y asaltos— ya totalmente derrotada en 1972 en Uruguay.  También siete uruguayos desaparecieron en Chile y dos en Paraguay.

Esa deformación del relato histórico explica que en estos días la dictadura más añeja de Latinoamérica— que por cierto nunca permitió que en la ONU prosperara una denuncia contra la dictadura de Videla— pase a ocupar un sillón en el Consejo de DDHH de las Naciones Unidas, como lo ocupa la Venezuela de Maduro, pese a que mensualmente la OEA publica la nómina de presos políticos que, diariamente incrementa la dictadura de Miraflores: las cifras presentadas por la ONG Foro Penal el 27 de abril de 2020, indicaban que en el país había 347 personas tras las rejas por razones políticas.

[1] Junto a los cadáveres de Michelini y Gutiérrez Ruiz aparecieron los de dos jóvenes militantes tupamaros William Whitelaw y Rosario Barredo y desde esa fecha desapareció el medico comunista Manuel Liberof.