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02.12.19

Alberto Fernández se queda corto con su shock de impunidad

(TN) El presidente electo se diferenció de la “Navidad sin presos políticos” aunque comparte su objetivo: acelerar la excarcelación de sus excompañeros de gabinete. Tendrá que hacer bastante más para atender las necesidades judiciales de Cristina.
Por Marcos Novaro

(TN) Del mismo modo que en el terreno económico Alberto Fernández navega en un mar de ambigüedad e incertidumbre en relación a los juicios por corrupción, que no augura nada bueno para su administración: puede terminar quedando mal con Dios y con el Diablo.

Comparte la idea general que abraza el kirchnerismo puro y duro: que esos juicios no son el reflejo de un avance logrado en los últimos años por la Justicia como instrumento republicano de control del poder sino el fruto de operaciones políticas del macrismo, de confabulaciones mediáticas e imperialistas. Es decir, que son un retroceso democrático en perjuicio de "líderes y gobiernos populares", como los que quiere imitar.

Por eso repite, apenas con matices, el guión que desde que empezaron estas investigaciones formuló el núcleo que rodea a Cristina Kirchner -Eugenio Zaffaroni, Hebe de Bonafini y compañía- y que ahora abrazaron también otros "exmoderados" como Rafael Bielsa: Mauricio Macri habría presionado a jueces y fiscales para que violaran los derechos procesales de los acusados, vía prisiones preventivas y la "nefasta ley del arrepentido", y coordinado con los medios hegemónicos para inventar pruebas, como los cuadernos, que serían, como dijo Alberto hace poco, "en el mejor de los casos apenas indicios".

Sin embargo el inminente inquilino de la Rosada sabe que estas tesis no tienen suficiente credibilidad en la opinión pública para avanzar abiertamente en pos de sus objetivos. La enorme mayoría de la sociedad no cree que las investigaciones por corrupción sean una operación, y muchos distinguen bien qué parte de la Justicia es el problema, porque no evalúan del mismo modo a Luis Carzoglio y Norberto Oyarbide que a Claudio Bonadio y Carlos Stornelli. Ni va a ser fácil traducir esas tesis en acciones efectivas en los juzgados, para desarmar las causas y anular las acusaciones.

Igual que en el terreno económico, en el judicial y de la transparencia añora el 2003. No encuentra la forma de retroceder en el tiempo y borrar los muchos inconvenientes surgidos desde entonces, pero se resiste a resignarse.

Apostó a que las preventivas cayeran y en parte lo logró, pero no a la velocidad y con la amplitud que necesitaba. Lo más conveniente para él, igual que en el caso del default de la deuda y el cepo al dólar, era que las malas nuevas para la opinión pública se produjeran antes de su asunción, para que no tuviera que producirlas él al asumir y tiñeran su luna de miel.

De allí el apuro por lograr la excarcelación de todos los exfuncionarios kirchneristas posibles. Lo que sucedió sin embargo fue que pocos de estos fueron excarcelados, y sí se beneficiaron unos cuantos empresarios involucrados, agravando incluso las cosas para los intereses del futuro presidente. Por lo que denunció un nuevo "trato injusto": "¿Por qué están presos los que cobraron y no los que pagaron?" interpeló a los jueces. Bueno, tal vez porque estos en general colaboraron con la Justicia y aquellos la entorpecen siempre que pueden, podrían estos contestarles.

Tal vez Fernández no lo advierta, pero cada vez que se mete a opinar sobre las resoluciones de jueces y fiscales se echa una palada más de tierra encima. Puede que esa mala costumbre esté bastante normalizada entre nosotros y no reciba en lo inmediato mayor censura social, ni despierte reacción institucional alguna (es curioso que ningún juez ni la Corte Suprema le hayan recordado que los presidentes no deben objetar lo que deciden los tribunales, debe ser que todavía no asumió y nadie quiere agriar la bienvenida), pero igual va horadando su legitimidad.

De seguir por este camino tal vez sea tarde cuando descubra que no es tan fácil hacer "tierra arrasada" con los cambios judiciales y en materia de lucha contra la corrupción que se lograron en estos últimos años. Y que intentarlo, cuando tiene tantos otros frentes socialmente prioritarios y en los que realmente se justifica su intervención, y tan pocos recursos a mano, no era una buena idea.

De todos modos parece decidido a probar, y la razón principal es que se trata de una de las coincidencias o condiciones básicas que sellaron su entendimiento con Cristina. Hace un tiempo muchos especulábamos con que tal vez no quisiera ser demasiado fiel a ese contrato, si apuntaba a construir un liderazgo más autónomo. E incluso le convendría que la sombra de la corrupción siguiera limitando el poder de su futura vice. Pero los acontecimientos recientes indican que está manejándose más como Daniel Scioli entre 2012 y 2015 que como Néstor Kirchner en 2004 y 2005: sobreactúa su alineamiento con ella, avala su control no sólo del Congreso si no del futuro Consejo de la Magistratura y de agencias y oficinas críticas del Ejecutivo (UIF, Secretaría Legal y Técnica, Procuración del Tesoro, entre otras), que suelen ser más importantes que los ministerios, y repite que ella fue víctima de acusaciones infundadas.

El problema que enfrenta en relación a esto último es que Cristina ya se benefició de los límites a las preventivas (por vía legislativa). Y que para salvarla no sólo de una condena (que en todo caso llegaría dentro de varios años) si no de lo que es más importante en su caso, la sospecha general de que es culpable de lo que se la acusa, hará falta una intervención sobre la Justicia de mucha mayor envergadura: una que deslegitime las pruebas reunidas y obligue a desandar unos cuantos procesos ya concluidos o en curso, yendo contra la ley del arrepentido para empezar.

La operación contra esta ley y sus aplicaciones empezó hace tiempo. Consiste en impugnar judicialmente todos los testimonios originados en ella y que demuestran su eficacia para romper los pactos de silencio mafiosos, con el argumento de que somete a los acusados devenidos colaboradores a una extorsión violatoria de sus derechos: los obliga a testificar en contra de terceros, por lo que sus testimonios serían de raíz ilegítimos. La experiencia local e internacional es totalmente contraria a esta idea, y existen mecanismos en la ley para evitar los potenciales riesgos para los derechos procesales.

Pero la cuestión más complicada para Alberto y los suyos no es tanto esta como la inevitabilidad de que esta discusión se haga pública, y cuando se aliente a los arrepentidos a que se vuelvan a arrepentir, o se los acuse por falso testimonio, o las dos cosas a la vez, la situación se trabe en una infinita red de apelaciones, reclamos y objeciones. Lo que no servirá para que los juicios se desactiven, si no más bien hará que se intensifiquen y multipliquen. Impactando en una sociedad que podrá no tener como prioridad la lucha contra la corrupción, pero en la que ni siquiera el grueso de los votantes del peronismo quiere abiertamente apoyar la impunidad de los corruptos, ni verse interpelado por las operaciones para hacerla posible. Una ambigüedad que es más problemática aún que la propia de Alberto, y no tiene solución fácil en una situación en que parte de la Justicia se ha involucrado activamente en el combate de la impunidad, y no va a ser fácil hacerla "desdecirse o desaparecer", como podría sugerir hacer el educado señor Bielsa.

A la luz de estos problemas se entiende mejor el ruido ensordecedor que introdujo en el Frente de Todos la marcha convocada a Comodoro Py por los presos K. La concentración fue penosa, reunió, más allá de algunos notorios y variopintos kirchneristas sin cartera como Aníbal Ibarra, Santiago Cúneo, Taty Almeida y Gerardo Ferreyra, menos gente que la que convocaban los militares acusados por delitos de lesa humanidad en los años ochenta, en ocasión de las misas de capellanes castrenses amigos, cuando reclamaban también ser considerados víctimas y no victimarios. Igual que esos incómodos predecesores, Julio De Vido, Amado Boudou, Milagro Sala y compañía son megadelincuentes que quieren hacernos creer que la parte de la Justicia que actúa contra ellos es la que está enferma y es manipulada, no la que hace e hizo la vista gorda a sus crímenes. Pero igual que aquellos, se involucraron de manera tan entusiasta al cometerlos, que resulta casi imposible disculparlos. Con el agregado de que los presos K se sienten más en el lugar de los carapintadas que de los exmiembros de las Juntas, y en circunstancias aún más agravantes de su desgracia: ven como sus anteriores jefes vuelven a disfrutar de las mieles de la popularidad y el poder, mientras que de su suerte nadie se ocupa.

De allí que hayan impugnado sin disimulo las dos condiciones que Alberto y los suyos quieren imponer a tratamiento de este asunto: hacer lo que haga falta pero no a la luz del día, abiertamente, porque serían ellos los que pagarían los altos costos políticos asociados a un debate abierto al respecto; y no pretender salvar a todo el mundo, si no a los "salvables", los que retienen algo de poder, y los que todavía hoy rodean a Cristina. Además de a ella misma y su familia, claro.

Los presos K tienen y tendrán entonces, tal como en su momento los carapintadas, motivos de sobra para considerarse usados y traicionados. Y terminan de complicar un escenario enrevesado para las operaciones lanzadas por el nuevo presidente. Por más entrenado que él esté en los vericuetos del sotto governo, que tantos buenos momentos le proveyeron entre 2003 y 2008, por más difusión que den al lawfare el Papa y demás intelectuales peronistas para intentar legitimar la impunidad, por más distraída que esté la sociedad por las urgencias económicas, sigue siendo demasiado grande la distancia que existe entre lo que habría que hacer para borrar todo lo sucedido en los tribunales y disculpar de toda sospecha a Cristina, y lo que es posible y tolerable en una aunque sea frágil o imperfecta democracia como la nuestra.

Fuente: TN (Buenos Aires, Argentina)