Artículos

18.10.17

Dinero y política en Uruguay

(El Observador) Cuando las empresas del Estado son utilizadas como trampolín de las carreras políticas no sólo se generan incentivos para el derroche sino que, además, el partido de gobierno adquiere una ventaja extraordinaria sobre sus rivales.
Por Adolfo Garcé

(El Observador) 

Sigue avanzando rápidamente el trámite legislativo del proyecto de ley sobre financiamiento de los partidos políticos. La norma fue elaborada por una comisión especial del Senado, integrada por los cuatro partidos con representación en esta cámara, creada a instancias del Frente Amplio en junio del año pasado. No solamente es una iniciativa oportuna dada la creciente importancia del dinero en la política. Además, en términos sustantivos, incorpora cambios muy significativos, que vuelven a colocar a Uruguay en la trocha de su mejor tradición en la materia: la del financiamiento público de la competencia electoral.

La oportunidad del proyecto está fuera de discusión. Como es obvio dado el contexto internacional y regional, el vínculo entre dinero y política se ha convertido en un problema de extraordinaria relevancia para las democracias modernas. Un millonario llegó a la presidencia de EEUU y se entretiene jugando con fuego en los estrechos límites a la discrecionalidad fijados por las instituciones diseñadas hace más de doscientos años por los “padres fundadores”. En la región, el vínculo entre dinero y política destruyó en tiempo récord la legitimidad de la democracia brasileña. En Argentina y Chile han estallado durante los últimos años escándalos vinculados al financiamiento de la política. Pero, como todo lo que pasa en el mundo también pasa en Uruguay, en nuestro país también hay problemas serios. Como en otros países, son de carácter estructural y requieren en consecuencia innovaciones institucionales.

Los cambios que incorpora la nueva norma, dado su relieve, invitan a la polémica. En primer lugar, se acota el monto de las donaciones de los candidatos a sus propias campañas. Esto tiene un sentido obvio: impedir que las diferencias socioeconómicas puedan traducirse rápidamente en asimetrías escandalosas en el acceso a los cargos públicos. Dicho en criollo: se procura evitar que los millonarios tengan más chances de ser electos que los ciudadanos comunes. Además, limitando las donaciones directas se apunta a obstaculizar uno de los canales invisibles que hacen posible que las empresas privadas financien la política generando compromisos que escapan al escrutinio del público. Esta disposición es clave para que la política sea, como debe ser, realmente democrática y no secretamente plutocrática.

Esto está estrechamente vinculado al segundo cambio fundamental incorporado por la norma: se prohíbe que las empresas privadas financien las campañas. La creciente participación de las empresas privadas fue hija de la necesidad. Durante las últimas dos décadas el gasto de los partidos en las campañas electorales ha tenido un incremento extraordinario como consecuencia de la combinación de dos fenómenos de naturaleza diferente. Por un lado, aunque nuestras campañas siguen teniendo el componente tradicional del “mano a mano” de los candidatos con la ciudadanía, ha crecido la importancia de los medios de comunicación, en general, y de la televisión, en particular. Por otro lado, la reforma del 97, al generar la instancia de la elección primaria y separar en el tiempo la elección nacional (parlamentaria y presidencial) de las elecciones departamentales y municipales, extendió notoriamente la duración y, por ende, el costo de las campañas.

Queda pendiente un desafío. También resulta imperioso que, tarde o temprano, se regule estrictamente el vínculo entre empresas públicas y competencia política. Cuando las empresas del Estado son utilizadas como trampolín de las carreras políticas no sólo se generan incentivos para el derroche sino que, además, el partido de gobierno adquiere una ventaja extraordinaria sobre sus rivales. El tema está presente en el debate público uruguayo al menos desde los años noventa, pero cobró una actualidad extraordinaria debido al ascenso y caída del exvicepresidente Raúl Sendic. Está claro que no hace falta incorporar este asunto a la norma cuya significado simbólico y sustantivo vengo analizando. Pero es obvio que es necesario procesar la discusión sobre los cambios en la gobernanza de las empresas públicas atendiendo a este tema.

Las leyes importantes, como esta, pueden ser, apenas, “progreso manuscrito”. Para que las buenas intenciones no queden simplemente en eso hace falta crear o fortalecer las instituciones capaces de hacerlas efectivas. La nueva ley sobre financiamiento de las campañas, lejos de ser la excepción, constituye un ejemplo paradigmático del desafío del enforcement. Una de las principales críticas que mereció el primer gran esfuerzo realizado por el Parlamento durante los últimos años para regular la relación entre dinero y política fue, precisamente, que no fortaleció la capacidad de hacer efectivas las disposiciones previstas por la norma para controlar los aportes a las campañas. Este defecto fue sistemáticamente cuestionado por los colegas que más han hecho en los últimos años por estudiar la legislación internacional en esta materia y aportar al debate en Uruguay como Daniel Chasquetti (Universidad de la República) y Rafael Piñeiro (Universidad Católica).

Se espera que la nueva ley sea aprobada antes de fin de año. Cuando esto ocurra Uruguay habrá recuperado su tradición en la materia: la del financiamiento público de la actividad electoral. Fuimos el primer país de América Latina en establecer este sistema. Fuimos el último, como en otras dimensiones institucionales, en hacernos cargo de los desafíos recientes impuestos por el financiamiento privado. Es de esperar que el proyecto termine pronto su trámite parlamentario. Cuando lo haya hecho podremos decir –otra vez– que, en momentos críticos, el sistema de partidos de Uruguay es capaz de ponerse a la altura de las circunstancias. Ha sido así muchas veces a lo largo de la historia. Que así siga siendo.

Fuente: El Observador (Montevideo, Uruguay)