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07.08.13

La encrucijada del cuarto oscuro

(La Nación) La oferta del Gobierno ha generado una demanda fraccionada, sólo integrable desde el poder. Es difícil que se modifique. Y, sin embargo, hay una oportunidad. El sistema actual tiene una debilidad: reposa en una persona con mandato a término. Ya son claras las tensiones en la red de intermediarios, que no quieren atarse a un jefe sin futuro.
Por Luis Alberto Romero

Por Luis Alberto Romero *

(La Nación) La incertidumbre al momento de votar sintetiza la clave y el enigma de la democracia. Sin ella, la elección carece de sentido y credibilidad. Pero la incertidumbre genera angustia, sobre todo a quienes tienen una idea -frecuentemente defraudada- acerca de cómo debería votar el pueblo. ¿Por qué la gente vota a un candidato o a otro? Los discursos y los imaginarios políticos tienen su importancia: tradicionalmente, alguien era conservador, radical o peronista, y estaba todo dicho. Hoy, en general, no es así. La mayoría vota de acuerdo con sus intereses particulares, que definen en cada ocasión por un cálculo racional.

Una clasificación posible de los intereses ilustra sobre la situación actual. Distingue entre los intereses generales, que a la larga benefician a amplios contingentes, y los intereses singulares o de grupos pequeños, quienes mantienen o reciben un beneficio exclusivo. Ésa es, por ejemplo, la diferencia entre un régimen jubilatorio y una jubilación de privilegio. En la vieja Argentina, vital y conflictiva, importaban mucho los intereses generales, que tenían una relación clara con las identidades, conjugando así razón y pasión. En la Argentina decadente de los últimos cuarenta años, se demandan y se ofrecen beneficios singulares, aunque se los presente bajo el ropaje de causas democratizadoras.

Desde fines del siglo XIX, y hasta la década de 1970, los intereses generales dieron el tono a la confrontación electoral. El Estado podía proyectar y sostener políticas de amplio alcance, desde la ley 1420 de educación a las leyes sociales del peronismo. Los apoyos y oposiciones que suscitaron expresaban a su vez miradas generales sobre el país. Pero, además, el país tenía una sociedad integrada y democrática, en la que vastos conjuntos sociales, como los trabajadores o las clases medias, generaron demandas colectivas. Tuvo también partidos políticos, que cumplían la función de integrar demandas parciales y de movilizar a los interesados en promoverlas. Los discursos políticos, que no se limitaban a reflejar los superficiales y cambiantes humores sociales, conformaban actores con identidades nítidas. En algunos casos, una victoria electoral, aun ajustada, definió contundentemente el rumbo del país.

No todo marchó en el mismo sentido. Las intervenciones militares torcieron muchos de esos procesos, sin suprimirlos. La movilización política social iniciada en 1969 -notable ejemplo de agregación y fusión de demandas y discursos- concluyó muy lejos de la democracia. Muchas leyes generales, como las de promoción industrial, tomaron un giro prebendario. La democratización social estimuló un tipo de oferta política basada en la satisfacción de demandas inmediatas, sin considerar su sustentabilidad. La misma democratización arrasó con las elites dirigentes, usualmente encargadas de esa compaginación entre reclamos presentes y propuestas de largo plazo. No sólo quedaron maltrechos y desprestigiados los antiguos sectores privilegiados, sino los nuevos, sustentados en el saber y el mérito.

En 1983 tuvimos la última elección del viejo estilo. Desde entonces, los proyectos colectivos retrocedieron frente a las urgencias generadas por las crisis y la emergencia permanente, o simplemente por la pobreza. Viejos contingentes sociales, como los trabajadores sindicalizados, se fragmentaron y perdieron potencia. Los ciudadanos conscientes, que habían aflorado en 1983, comenzaron a ralear. Los nuevos actores, defensores de intereses específicos, como la igualdad de género, fueron tan vigorosos como difíciles de integrar en un conjunto de demandas más amplio.

Sobre todo fue decisiva la nueva brecha social, que hoy separa a excluidos de incluidos. Quienes se salvaron, eligieron las alternativas políticas que los mantuvieran alejados del abismo. Se entusiasmaron con los engañosos boom del consumo, se aferraron a una convertibilidad insostenible y, en general, prefirieron lo "malo conocido" a lo "bueno por conocer". Casi una cuarta parte de ellos votó por Menem en 2003. Lo que elegían quizá no era razonable para el país, o era corto de miras, pero desde su punto de vista era una elección racional. Tampoco es razonable ni sostenible, por ejemplo, la industria electrónica de Tierra del Fuego, pero muchos empresarios sacan hoy buenos beneficios. Los excluidos también hicieron su elección racional. Sin encontrar grandes diferencias entre los políticos, les hicieron saber a todos que hacerse elegir no era gratuito.

Pero sobre todo cambiaron el Estado y el gobierno. Desde los años setenta, el Estado, cada vez más desarmado, fue incapaz de sostener políticas generales. La crónica penuria fiscal se atenuó en la última década, pero la capacidad de gestión siguió siendo escasa, por la debilidad de sus oficinas, la incapacidad de sus funcionarios y la pérdida de los saberes acumulados. Este Estado enclenque sólo pudo desarrollar políticas específicas, que en el mejor de los casos atenuaban alguna situación extrema, pero que habitualmente se limitaban a beneficiar a algún prebendado. Los gobiernos recientes actúan con pocos límites y controles y mucha arbitrariedad. Hoy la economía reglamentada invita a buscar exenciones o tolerancias. La obra pública y los subsidios sociales se desarrollan con lógica clientelar. A la discrecionalidad de la prebenda gubernamental, apenas disimulada con la invocación de los programas "para todos", responde una demanda fraccionada, singular y específica. Son muchos los grupos de gente agradecida -por ejemplo, entre los científicos o los artistas- que sólo esperaban que el maná no se interrumpa.

En el mundo de los pobres, la cosa es más seria. La distribución focalizada de los recursos públicos forma parte de un sistema complejo de producción del sufragio que se relaciona con la supervivencia de los votantes. Entre la oferta de subsidios y la concesión del voto existe una vasta y compleja red de intermediarios, agentes de la administración estatal, que negocian con los jefes, referentes o "porongas" de los distintos colectivos de pobres. El intercambio es también racional. ¿Quién podría competir con ellos, sin una masa de recursos públicos equivalentes? ¿Cómo podría, sobre esas bases, construirse un proyecto colectivo?

En suma, se trata de un sistema compacto, en el que la oferta del Gobierno ha generado una demanda fraccionada, sólo integrable desde el poder. Es difícil que se modifique. Y, sin embargo, hay una oportunidad. El sistema actual tiene una debilidad: reposa en una persona con mandato a término. Ya son claras las tensiones en la red de intermediarios, que no quieren atarse a un jefe sin futuro. Algunos ya han iniciado su propio juego y otros lo harán pronto. Se dibuja en el oficialismo una alternativa que en Italia solía llamarse "transformismo": algunos cambios y relevos, sin mover demasiado las cosas.

Pero la variante transformista abre el juego. Hay una posibilidad, que dista de ser certeza. En el balance de cada votante común -excluyamos a los obnubilados por la pasión y a los cínicos- empezará a pesar las decepciones y los agravios singulares, derivados de la situación económica y de los gruesos errores de gestión. Eso sólo no basta para modificar la espontánea y arraigada preferencia por lo "malo conocido". Pero se suma un segundo componente: la creciente indignación moral, que potencia la percepción de la corrupción.

La idea de la injusticia siempre ha sido un poderoso aglutinante. Suma en un único grito infinidad de reclamos singulares. Es un instrumento que el Gobierno ha tenido y que hoy está en el campo de sus opositores. Activados por las redes sociales, muchos marchan en la calle, cada uno con su cartel y contentos de estar juntos. En el mundo de la pobreza, ese papel lo podrían cumplir las organizaciones sociales, que tienen una tradición de solidaridad y contestación. Tal es la brecha, la oportunidad, para que los intereses generales y los proyectos vuelvan a ocupar un lugar. Sólo falta formularlos.

* Socio del CPA

Fuente: La Nación (Buenos Aires, Argentina)