Sicarios uruguayos
Desde hace unos años la sociedad uruguaya asiste sorprendida a nuevos delitos. “Ajustes de cuentas” como crímenes de mayor incidencia, junto a la violencia doméstica, se ha impuesto como explicación desde el Ministerio del Interior; reiterados episodios de sicariato, se constatan en otras oportunidades: “Pueden incrementarse los sicariatos debido a la puja por territorios de distribución de drogas”. advirtió en julio de 2015, el director de la secretaría del Interior, Charles Carrera.Por Hugo Machín Fajardo
Cuando el colombiano Víctor Gaviria filmaba en 1987 su película “No futuro” con actores no profesionales sobre los jóvenes de las comunas de Medellín, el principal protagonista murió por causa de la violencia urbana. Gaviria lo sustituyó con un hermano del muerto de físico parecido. Dos años y medio después, seis de los 10 jóvenes actores e integrantes de pandillas también habían sido asesinados.
Colombia vivía el auge de las pandillas juveniles, según el investigador Horacio Gómez Aristizábal: en Bogotá 40, en Cali 60, en Barranquilla 30 y en Medellín, catalogada entonces como la ciudad más peligrosa del mundo, de 80 a 90 combos de sicarios.
A una sociedad profundamente inequitativa se sumaba la bonanza marimbera de la marihuana requerida por consumidores de EEUU y el procesamiento de cocaína a partir de la coca originada en Bolivia y Perú. El narcotráfico, en definitiva, que todo lo impregna y corrompe.
Investigadores y periodistas colombianos de entonces rastrearon orígenes, modus vivendi, testimonios, de una realidad que fue ganando distintas sociedades latinoamericanas: el sicariato.
Marginalidad y dinero fácil, para sentirse incluidos en un sistema que les expulsaba, resumen las causas por las que niños y adolescentes ingresaban al mundo delincuencial. Las consecuencias horripilantes llenaron durante años páginas y horas de la televisión colombiana, como hoy lo hacen en México.
Colombia actual ofrece un amplio espectro de programas, gubernamentales o de la sociedad civil, tendientes a amortiguar la herencia de aquellos años duros, signados por el cruce de violencias y corrupciones diversas, procedentes de ámbitos estatales, guerrilleros, narcotraficantes e ilegalidades varias.
Uruguay es un país que habitualmente aparece bien posicionado en los índices de desarrollo humano o en los informes anuales de Trasparecía Internacional.
Un país donde la clase media tuvo influencia decisiva durante el siglo XX, aun en sus periodos dictatoriales (1933 -1938 y 1973 -1985), el grado de violaciones a los derechos humanos –que vaya las hubo- fue notoriamente diferente, mal que le pese a muchos artesanos de la memoria uruguaya, al producido por los Videla, Massera, Pinochet, Stroessner, algunos de los criminales que asolaron la región en los setenta y ochenta.
Sin embargo, desde hace unos años la sociedad uruguaya asiste sorprendida a nuevos delitos.
“Ajustes de cuentas” como crímenes de mayor incidencia, junto a la violencia doméstica, se ha impuesto como explicación desde el Ministerio del Interior; reiterados episodios de sicariato, se constatan en otras oportunidades: “Pueden incrementarse los sicariatos debido a la puja por territorios de distribución de drogas”. advirtió en julio de 2015, el director de la secretaría del Interior, Charles Carrera.
El Observador, de Montevideo, informó que la policía custodia permanentemente a “cerca de 15 jueces y fiscales” ante amenazas de delincuentes. Montevideo cuenta con 24 jueces y 26 fiscales en total. Hace dos años eran ocho los magistrados protegidos.
Últimos hechos preocupantes fueron la ejecución de una funcionaria judicial, hermana de una jueza penal montevideana, perpetrado en la capital departamental de San José, a 112 kilómetros de Montevideo, sin que hubiera móvil de robo. Un hombre procesado por intento de homicidio contra un abogado penalista, se asume como sicario ante el juez. Otro delincuente amenaza verbalmente en sala al juez actuante. El cadáver de un joven habitante del Cerro –otrora barrio orgullosamente obrero- aparece con 16 impactos de arma de fuego en su rostro, hecho que reproduce ejecuciones parecidas ocurridas en los últimos años. En esa misma zona, más al norte, las patrullas policiales desde hace unos años son repelidas con proyectiles disparados con armas largas en poder de pandilleros. Dobles homicidios como el de un hombre y su sobrino de 15 meses, que las autoridades también atribuyen al tráfico de droga.
Vecinos de barrios complicados denuncian que sus hijos son forzados a participar en el microtráfico de droga bajo amenaza de represalias contra sus familiares.
Es una película ya vista en otros países latinoamericanos. En Uruguay el desvirtuamiento social fruto del destramado de la urdimbre social llegará a un resultado conocido si prosigue esta dinámica.
¿Por qué no reacciona la clase política uruguaya?
En 2014 la oposición uruguaya impulsó un plebiscito para reformar el Código Penal y que los adolescentes entre 16 y 18 años fueran imputables penalmente. Inmediatamente fue asumido como bandera partidaria y argumentos de confrontación politiquera.
El plebiscito fue votado por 1.110.283 (46,8 %) de los 2.372.117 de votantes y no prosperó la modificación propuesta.
Mal podría solucionar el problema incrementar el ingreso de personas a cárceles que ya están superpobladas, en las que se violan los derechos humanos y que han ido objeto de serios cuestionamientos por la ONU. [Informe del Relator especial sobre tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, Manfred Nowak, 2010]. Ese año, 12 reclusos murieron durante un incendio producido en una cárcel departamental uruguaya de Rocha a 210 kilómetros al este de Montevideo. En 2016, el titular del Interior, Eduardo Bonomi admitió que existía “una situación de emergencia” carcelaria en establecimientos de detención. Hubo 37 muertes a noviembre de ese año fruto de la violencia carcelaria en el país y 418 en la última década.
Existe superpoblación en las cárceles uruguayas algo denunciado por el comisionado parlamentario penitenciario Juan Miguel Petit: “El país ya tiene un récord histórico de población penitenciaria” [más de 10.195 presos en una población de 3: 453 mil habitantes], lo que ubica a Uruguay como el país de habla hispana con mayor población presa. El índice supera los 300 por cada 100.000 habitantes. Los presos procesados sin condena llegan al 70,14% y los reincidentes al 60%, según informe del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR).
La denominada izquierda, para entendernos coloquialmente, gobierna Montevideo desde 1989 y en lo nacional administra el país desde 2005. No puede atribuírsele a ella la responsabilidad total de este drama, pero tampoco ha generado políticas sociales susceptibles de ser acompañadas por una oposición que también utiliza la inseguridad en lugar de trabajar en forma conjunta con el gobierno.
Uruguay no produce droga sino que su territorio es utilizado como país de tránsito, lo que supone un mal menor frente a otras realidades continentales, pero no le inmuniza del consumo interno. Padece también la calamidad de la desocupación juvenil que según la OIT y la Cepal en América Latina es de 18.3 por ciento en población de 15 a 24 años. Son 25 millones de jóvenes sin futuro, cantera para la ilegalidad.
Es peor en Uruguay, uno de los tres países más afectados por esto, donde la desocupación juvenil trepa a 23,5 por ciento entre los menores de 25 años, más de cuatro veces superior que para el resto de los uruguayos.
Debería asumirse por la clase dirigente uruguaya que el riesgo de trasformación social delincuencial ya es demasiado como para no encararlo con altitud de miras y diseñar políticas publicas realmente efectivas antes de que sea demasiado tarde.
Cuando el colombiano Víctor Gaviria filmaba en 1987 su película “No futuro” con actores no profesionales sobre los jóvenes de las comunas de Medellín, el principal protagonista murió por causa de la violencia urbana. Gaviria lo sustituyó con un hermano del muerto de físico parecido. Dos años y medio después, seis de los 10 jóvenes actores e integrantes de pandillas también habían sido asesinados.
Colombia vivía el auge de las pandillas juveniles, según el investigador Horacio Gómez Aristizábal: en Bogotá 40, en Cali 60, en Barranquilla 30 y en Medellín, catalogada entonces como la ciudad más peligrosa del mundo, de 80 a 90 combos de sicarios.
A una sociedad profundamente inequitativa se sumaba la bonanza marimbera de la marihuana requerida por consumidores de EEUU y el procesamiento de cocaína a partir de la coca originada en Bolivia y Perú. El narcotráfico, en definitiva, que todo lo impregna y corrompe.
Investigadores y periodistas colombianos de entonces rastrearon orígenes, modus vivendi, testimonios, de una realidad que fue ganando distintas sociedades latinoamericanas: el sicariato.
Marginalidad y dinero fácil, para sentirse incluidos en un sistema que les expulsaba, resumen las causas por las que niños y adolescentes ingresaban al mundo delincuencial. Las consecuencias horripilantes llenaron durante años páginas y horas de la televisión colombiana, como hoy lo hacen en México.
Colombia actual ofrece un amplio espectro de programas, gubernamentales o de la sociedad civil, tendientes a amortiguar la herencia de aquellos años duros, signados por el cruce de violencias y corrupciones diversas, procedentes de ámbitos estatales, guerrilleros, narcotraficantes e ilegalidades varias.
Uruguay es un país que habitualmente aparece bien posicionado en los índices de desarrollo humano o en los informes anuales de Trasparecía Internacional.
Un país donde la clase media tuvo influencia decisiva durante el siglo XX, aun en sus periodos dictatoriales (1933 -1938 y 1973 -1985), el grado de violaciones a los derechos humanos –que vaya las hubo- fue notoriamente diferente, mal que le pese a muchos artesanos de la memoria uruguaya, al producido por los Videla, Massera, Pinochet, Stroessner, algunos de los criminales que asolaron la región en los setenta y ochenta.
Sin embargo, desde hace unos años la sociedad uruguaya asiste sorprendida a nuevos delitos.
“Ajustes de cuentas” como crímenes de mayor incidencia, junto a la violencia doméstica, se ha impuesto como explicación desde el Ministerio del Interior; reiterados episodios de sicariato, se constatan en otras oportunidades: “Pueden incrementarse los sicariatos debido a la puja por territorios de distribución de drogas”. advirtió en julio de 2015, el director de la secretaría del Interior, Charles Carrera.
El Observador, de Montevideo, informó que la policía custodia permanentemente a “cerca de 15 jueces y fiscales” ante amenazas de delincuentes. Montevideo cuenta con 24 jueces y 26 fiscales en total. Hace dos años eran ocho los magistrados protegidos.
Últimos hechos preocupantes fueron la ejecución de una funcionaria judicial, hermana de una jueza penal montevideana, perpetrado en la capital departamental de San José, a 112 kilómetros de Montevideo, sin que hubiera móvil de robo. Un hombre procesado por intento de homicidio contra un abogado penalista, se asume como sicario ante el juez. Otro delincuente amenaza verbalmente en sala al juez actuante. El cadáver de un joven habitante del Cerro –otrora barrio orgullosamente obrero- aparece con 16 impactos de arma de fuego en su rostro, hecho que reproduce ejecuciones parecidas ocurridas en los últimos años. En esa misma zona, más al norte, las patrullas policiales desde hace unos años son repelidas con proyectiles disparados con armas largas en poder de pandilleros. Dobles homicidios como el de un hombre y su sobrino de 15 meses, que las autoridades también atribuyen al tráfico de droga.
Vecinos de barrios complicados denuncian que sus hijos son forzados a participar en el microtráfico de droga bajo amenaza de represalias contra sus familiares.
Es una película ya vista en otros países latinoamericanos. En Uruguay el desvirtuamiento social fruto del destramado de la urdimbre social llegará a un resultado conocido si prosigue esta dinámica.
¿Por qué no reacciona la clase política uruguaya?
En 2014 la oposición uruguaya impulsó un plebiscito para reformar el Código Penal y que los adolescentes entre 16 y 18 años fueran imputables penalmente. Inmediatamente fue asumido como bandera partidaria y argumentos de confrontación politiquera.
El plebiscito fue votado por 1.110.283 (46,8 %) de los 2.372.117 de votantes y no prosperó la modificación propuesta.
Mal podría solucionar el problema incrementar el ingreso de personas a cárceles que ya están superpobladas, en las que se violan los derechos humanos y que han ido objeto de serios cuestionamientos por la ONU. [Informe del Relator especial sobre tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, Manfred Nowak, 2010]. Ese año, 12 reclusos murieron durante un incendio producido en una cárcel departamental uruguaya de Rocha a 210 kilómetros al este de Montevideo. En 2016, el titular del Interior, Eduardo Bonomi admitió que existía “una situación de emergencia” carcelaria en establecimientos de detención. Hubo 37 muertes a noviembre de ese año fruto de la violencia carcelaria en el país y 418 en la última década.
Existe superpoblación en las cárceles uruguayas algo denunciado por el comisionado parlamentario penitenciario Juan Miguel Petit: “El país ya tiene un récord histórico de población penitenciaria” [más de 10.195 presos en una población de 3: 453 mil habitantes], lo que ubica a Uruguay como el país de habla hispana con mayor población presa. El índice supera los 300 por cada 100.000 habitantes. Los presos procesados sin condena llegan al 70,14% y los reincidentes al 60%, según informe del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR).
La denominada izquierda, para entendernos coloquialmente, gobierna Montevideo desde 1989 y en lo nacional administra el país desde 2005. No puede atribuírsele a ella la responsabilidad total de este drama, pero tampoco ha generado políticas sociales susceptibles de ser acompañadas por una oposición que también utiliza la inseguridad en lugar de trabajar en forma conjunta con el gobierno.
Uruguay no produce droga sino que su territorio es utilizado como país de tránsito, lo que supone un mal menor frente a otras realidades continentales, pero no le inmuniza del consumo interno. Padece también la calamidad de la desocupación juvenil que según la OIT y la Cepal en América Latina es de 18.3 por ciento en población de 15 a 24 años. Son 25 millones de jóvenes sin futuro, cantera para la ilegalidad.
Es peor en Uruguay, uno de los tres países más afectados por esto, donde la desocupación juvenil trepa a 23,5 por ciento entre los menores de 25 años, más de cuatro veces superior que para el resto de los uruguayos.
Debería asumirse por la clase dirigente uruguaya que el riesgo de trasformación social delincuencial ya es demasiado como para no encararlo con altitud de miras y diseñar políticas publicas realmente efectivas antes de que sea demasiado tarde.