Artículos

18.06.14

Piratas, extorsionadores y buitres

Las distorsiones del lenguaje cristalizadas en apelativos denigrantes no son inofensivas, porque conducen inevitablemente a la distorsión de los hechos; si nos dedicamos a señalar todo el día y en todos los tonos a piratas, extorsionadores y buitres, desaparecen las posibilidades de analizar con objetividad y de proceder con justicia.
Por Daniel Perez

A juzgar por nuestra conducta de las últimas décadas, se diría que los argentinos arrastramos un ADN contaminado por tres compulsiones irreprimibles: avasallar todos los límites institucionales y jurídicos, insultar y denigrar a todos los que no piensan como nosotros y presentar las derrotas como victorias.

Recordemos algunos hechos: luego de vulnerar el derecho internacional intentando la recuperación de las Islas Malvinas mediante el manotazo belicista del 2 de abril de 1982, el general Galtieri elaboró una crónica de la guerra hecha a la medida de nuestro ego. El ilusorio relato del general, aclamado por el repentino nacionalismo de los argentinos hasta alcanzar una vergonzosa uniformidad, consignó la inminente victoria y el hundimiento imaginario de gran parte de la flota pirata enviada por los ingleses, y culminó con el descubrimiento de que habíamos perdido la guerra a causa de una misteriosa conspiración mundial urdida por Juan Pablo II: “qué casualidad –se empezó a decir a mediados de junio del ‘82– vino el Papa y perdimos la guerra”.

La enigmática explicación nos permitió asimilar la victoria de los piratas ingleses sin renegar del relato triunfalista, porque de acuerdo con nuestra deformada visión de la realidad, los ingleses nunca nos habían derrotado: al contrario, cuando estábamos por ganar la guerra, el Papa y los poderes mundiales torcieron el resultado.  

La teoría de la conspiración mundial contra la Argentina, sumada a los aplausos y las efusiones del fervor nacionalista, continuaron en el 2001, cuando Adolfo Rodríguez Saá anunció como una victoria la decisión de suspender el pago de la deuda externa, y el consiguiente uso de los fondos públicos “para crear fuentes de trabajo y progreso social”, y se repitieron en el 2003, cuando Néstor Kirchner hizo el anuncio contrario, planteado desde la misma épica ficticia: pagaríamos, pero mediante el canje de bonos recortados por una cuantiosa quita del monto adeudado, porque  los acreedores eran “buitres” que merecían ser castigados.

A partir de entonces, la expresión fondos buitres se extendió en el lenguaje de los argentinos con la misma uniformidad que el balido de las ovejas (seguramente para eludir el riesgo de ser tildados de antiargentinos, como le gritó el ministro Kicillof a la periodista que se atrevió a mencionar las maniobras de Aerolíneas contra LAN Chile). Y hace pocos días la retomó el Jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, para ratificar que nuestros acreedores son fondos buitres, sí señores, porque aun cuando sus exigencias se ajustan a los términos del contrato original, no son sino extorsionadores que pretenden obtener una rentabilidad “inmoral”. Claro que la explicación de Capitanich deja algunos problemas pendientes, derivados de la cuestión del límite que separa a la rentabilidad moral de la rentabilidad inmoral.

Por un lado, debemos señalar que la aplicación de un criterio moral para evaluar los matices del lucro parece algo inapropiada, porque podría conducirnos hacia actitudes tan retrógradas como la sacralización de la pobreza y su inevitable contracara, la demonización de la riqueza y de la sociedad de consumo.

Por otro lado, llevando la cuestión a un terreno más inmediato, deberíamos preguntarnos si la rentabilidad devengada por el supermercado, la carnicería o el kiosco de cigarrillos de nuestro barrio es moral o si no lo es, en cuyo caso, dado que nos cobran más de lo que nos gustaría pagar, tendremos que empezar a llamarlos supermercados buitres, carniceros buitres y kiosqueros buitres.

Siguiendo la misma lógica, tendríamos que calificar a los empresarios, trabajadores y jubilados que aspiran a mejorar sus ingresos como empresarios buitres, trabajadores buitres y jubilados buitres; y para demostrar que no estamos exagerando, recordemos que la presidenta del país llamó caranchos a los jubilados que pretenden cobrar lo que se les adeuda, lo cual les deja pocas esperanzas de cobrar algún día lo que dictaminaron los jueces.

Esto quiere decir que las distorsiones del lenguaje cristalizadas en apelativos denigrantes no son inofensivas, porque conducen inevitablemente a la distorsión de los hechos; si nos dedicamos a señalar todo el día y en todos los tonos a piratas, extorsionadores y buitres, desaparecen las posibilidades de analizar con objetividad y de proceder con justicia.

En consecuencia, si queremos comportarnos como seres racionales, deberíamos empezar por dejar de lado la teoría de las conspiraciones mundiales o neoliberales que persiguen a la Argentina, así como los abusos lingüísticos del galtierismo y el kirchnerismo, que sólo sirven para poner de relieve nuestra desmesurada soberbia.