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09.08.13

Memorias de un Presidente de Mesa

(Club Político Argentino) Por unas largas horas había pertenecido a esa casual minoría que cada bienio hace andar los empastados engranajes de nuestra vacilante democracia. Nos faltan mil cosas por mejorar, pero al menos somos capaces de cumplir con esa ceremonia laica que instituye el pacto por el que se renueva nuestra alicaída comunidad política.
Por Antonio Camou

(Club Político Argentino) Una semana antes de los comicios del 2011 recibí una notificación del Juzgado Federal Nro. 1 con competencia electoral en el Distrito de la Provincia de Buenos Aires. Estaba firmada por el Juez Manuel Humberto Blanco y en la cédula me hacía saber mi designación como Presidente de Mesa Suplente para las “elecciones generales del día 23 de octubre y eventual segunda vuelta el día 20 de noviembre”. Debía presentarme antes de las 7:30 de la mañana en una escuela de la Ciudad de La Plata a unas diez cuadras de mi casa, sobre la avenida de circunvalación.  

De entrada tiendo a ver el lado oscuro de la existencia por lo que mi primera reacción fue pensar: “Esto es el acabose; si se apela a gente de mi calaña para una tarea tan delicada, entonces la crisis institucional del país es irreparable”. Mi esposa, para levantarme un poco la autoestima, trató de presentar el asunto desde un ángulo diferente: “La calidad republicana y democrática del país está en peligro, por eso apelan a una de las últimas reservas intelectuales y morales de la Nación”. Al cabo de un rato observé que ambas hipótesis no eran excluyentes y que dejaban entrever un horizonte alarmante.

En tren de mantener la moral en alza no consideré un menoscabo ser designado “Suplente”. Al contrario, seguramente el Juez tenía precisas referencias de mis múltiples virtudes (olfato político, sentido de la oportunidad, frialdad para enfrentar situaciones límite) y el tipo no quería arriesgarme de entrada preservándome para cosas mayores: una segunda vuelta con final reñido, una eventual acefalía, un gabinete de salvación nacional, etc.  

Como soy una persona sensible a las causas nobles la promesa de una compensación de $ 200 (extensible a $50 adicionales en caso de completar una fugaz capacitación) terminó de consolidar mi vocación cívica. Por razones de trabajo no pude concurrir a ningún curso, pero me estudié el instructivo que me hicieron llegar y seguí por el Canal Encuentro el monocorde programa destinado a las autoridades de mesa. Lejana a la parafernalia que el oficialismo armó con el Bicentenario, la emisión era de una austeridad franciscana: mostraba a un profesor en un aula, delante de un clásico pizarrón de tiza, explicando los detalles del procedimiento electoral a un grupo de desvaídos y adormilados ciudadanos que hacían las veces de alumnos. Agarré la emisión empezada así es que me perdí detalles fundamentales sobre cómo abrir el comicio aunque le puse mucha atención a la manera de concretar el engorroso cierre. Al final del programa el Canal mostraba una especie de evaluación del curso, en la que le preguntaban a los participantes detalles del procedimiento electoral: entre todos no hacían uno. La mayoría de las respuestas, a medio camino entre titubeantes y descaminadas, me hicieron volver a la hipótesis de partida: “La democracia argentina pende de un hilo”.

En los días previos me preparé física y mentalmente para lo peor: el titular no asistiría y un servidor debería afrontar completa la jornada republicana.

La noche anterior me organizaron en casa una mochila con una suculenta vianda como para afrontar el Cruce de Los Andes (de ida) y el Desembarco en Normandía (de vuelta); por las dudas, yo le agregué una linterna, una bolsa de dormir, un botiquín de primeros auxilios, un cuchillo de supervivencia, un GPS y una bengala.  

En la puerta de la escuela me recibió un somnoliento gendarme que era peor que la defensa de Independiente: dejaba pasar a cualquiera. Supuse que habría una planilla de asistencia o algo por el estilo, pero nada de eso: el tipo se limitó a anotarme en un papelito y me indicó que esperara por ahí. Los muchachos del Correo Argentino me señalaron dónde estaba mi mesa (al fondo de un estrecho pasillo donde no llegaba la luz natural), y me sugirieron que aguardara a la autoridad titular. Un fiscal partidario que circulaba por las aulas me dijo que aunque yo fuera suplente podía abrir el acto electoral. En ese instante lamenté no haber visto desde el principio el programa del Canal Encuentro. Faltando pocos minutos para las ocho, y ante la manifiesta ausencia de mi titular, decidí autogestionar mi propia mesa. En una sencilla pero no por eso menos emotiva ceremonia asumí -en absoluta soledad política- el cargo de Presidente de Mesa, que juré “cumplir con lealtad y patriotismo, y si así no lo hiciere, La Patria y Lanata me lo demanden, etc.”

Al decir de cualquier crónica de ocasión: “El comicio se desarrolló sin incidentes”, salvo unos pocos detalles dignos de nota que entrego a la memoria de las generaciones futuras.

El problema más grave en la apertura es la ubicación de las boletas. La ley indica claramente que las listas deben distribuirse según su número de orden “de menor a mayor y de izquierda a derecha” (Art. 82, inc. 5). Pero la complicación la traen las llamadas “colectoras” que son motivo de permanente discusión. A juicio de este cronista se trata de un engendro político contrario al sentido de competencia democrática auspiciado (al menos discursivamente) por la última reforma electoral, y en cualquier caso no está bien legislado. Ejemplo: la lista del FPV tenía el número 131, mientras que la del FAP portaba el 137; pero la colectora de Sabatella –pegada al 131- tenía el 1600 y la lista del hijo de la Sra. de Carlotto el 1603. ¿El número de orden que marca la ley es el de la lista “principal” o el de la “colectora”? Los fiscales dicen por supuesto el número “principal” pero un servidor sentó jurisprudencia con el cuchillo en ristre y la bengala desenfundada: ¿Por qué un tinglado distrital, que en muchos casos se arma entre gallos y medianoche sin auténtica vocación de competencia, debería tener preeminencia visual a una estructura partidaria nacional? Atrás!

Por supuesto, este y otros problemas más graves (como el pavoroso robo de boletas) se solucionarían si se aprobara una iniciativa que el peronismo ha obstaculizado en todas sus líneas: la implementación de un sistema transparente y equitativo de “boleta única”. Entre otras ventajas me hubiera ahorrado un embarazoso episodio del cual dejo constancia.

 Cuando promediaba la tarde hubo que hacerle lugar a una señora mayor que alegaba un desplazamiento de rótula. Se la hizo pasar de inmediato al cuarto oscuro y aguardamos algunos minutos; luego de cierta espera apareció por la puerta y señaló con sequedad: “Faltan boletas”. Habíamos hecho un cambio reciente y me pareció raro, pero me apersoné en el recinto para verificar el faltante. Al entrar comprobé que los diez fajos correspondientes a mi sección estaban en la mesa, y se lo hice saber. La señora, mirando con aplicación un punto en el vacío, insistió cortante: “Faltan boletas”. Ensayé una breve disculpa en nombre del sistema de partidos argentinos, la escasez de auténticas propuestas superadoras y otros males, pero la ciudadana se mantuvo firme. Miré de reojo la puerta entreabierta y me dije: “Estoy a solas con una demente”. Mientras imaginaba escapatorias más o menos elegantes se aflojó un poco la tensión y la señora empezó a darme algunas pistas: “Falta ése que aparece en la televisión” –me dijo- mientras hacía una suerte de grotesco paso de baile y movía los brazos sobre una imaginaria línea horizontal; temí que se le desplazara la otra rótula pero seguí sin entender. Después de un rato de cavilaciones sin destino se acercó y me dijo al oído: “Falta Carlos Alberto”. En casos como estos es peor tener mucha información política en la cabeza que tener poca: descartado Carlos Alberto de Saboya pensé en Carlos Alberto Zanini, en Carlos Alberto Verna y en Carlos Alberto Reutemann. Pero algunos estaban fuera de competencia, otro estaba fuera de distrito y otro estaba fuera de toda comprensión. La deriva deportiva me llevó a recordar a “Carlos Alberto”, un jugador de la selección brasileña de futbol, campeón del mundo en México ‘70, y volví a desembocar en la arena política latinoamericana a través del cubano Carlos Alberto Montaner. En ese desvarío flotaba cuando una postrera iluminación me reveló el entuerto: la señora buscaba la boleta de “el” Alberto (Rodríguez Saa). Le señalé con discreción su enredo onomástico y seguimos adelante.

A las 21:30, agotado y mal comido (la vianda quedó intacta en la mochila), firmé todos los papeles que me presentaron los fiscales y otros parroquianos que deambulaban por allí. Sin entrar en detalles alcancé a rubricar seis constancias de escrutinio, tres actas, dos telegramas, un cheque al portador del Banco Itaú, dos recetas de psicotrópicos y un Certificado de Defunción. Ignoro la validez y el paradero de estos documentos pero lo único que quería era volver a mi casa.

Con el frío de la noche –la primavera platense se hizo desear por esos días- empecé a despabilarme un poco y a rememorar lo ocurrido. A esa hora la Avenida 32 estaba envuelta en unas cintas de bruma que envolvían los árboles del boulevard y hacían vagamente fantasmagórico el paisaje. Por unas largas horas había pertenecido a esa casual minoría que cada bienio hace andar los empastados engranajes de nuestra vacilante democracia.  Nos faltan mil cosas por mejorar, pero al menos somos capaces de cumplir con esa ceremonia laica que instituye el pacto por el que se renueva nuestra alicaída comunidad política.

De pronto, un júbilo público me endiosó el pecho –como hubiera dicho alguien- y el tobogán de la parodia me llevó a recordar las inmortales palabras de Sir Winston Churchill: “Nunca tantos le debieron tanto a tan pocos”. Apuré el paso y me perdí en la niebla.

Fuente: (Club Político Argentino)