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20.03.13

¿Tenemos un papa progresista?

(La Nación) Es posible que las ideas del cardenal Bergoglio sean diferentes de las que solían llamarse progresistas, antes de que el término fuera desnaturalizado por los manipuladores de pobres. Pero esas diferencias no son relevantes hoy, cuando hay cosas mucho más urgentes. No sólo hay tareas urgentes en el campo de la pobreza. También hay que reconstruir una convivencia política plural. En este aspecto, el Bergoglio político ha hecho mucho.
Por Luis Alberto Romero

(La Nación) ¿El nuevo papa es progresista? Me lo pregunta un colega español, y no se cómo responderle. No tanto por falta de opinión sobre el cardenal Bergoglio, sino por no saber muy bien qué entiende cada uno por progresista, una palabra que en la Argentina al menos ha perdido su capacidad de referencia.

De lo que hará el papa Francisco sabemos poco. Todo comienzo -sea de papa, rey o presidente- despierta esperanzas de regeneración, de un volver a empezar. Es el momento de la proyección y de la ilusión. Pero en verdad el Papa no ha dado muchas señales precisas, y mucho menos ha indicado que los cambios hayan de ser súbitos y contundentes. No es su estilo. Las cuestiones que deberá encarar son muchas y muy diferentes, desde las de orden interno hasta las teológicas. Como se vio con el Concilio Vaticano II, no todos los progresismos coinciden. Solo con el tiempo cada uno hará su balance.

Sobre el cardenal - lo que Jorge Bergoglio ha sido hasta ahora - sabemos mucho más, pero el balance sobre su progresismo no deja de ser complicado. Dejo de lado las célebres acusaciones sobre su acción durante la dictadura, suficientemente aclaradas. Ellas dicen mucho más de sus denunciantes -auténticamente vinculados con la justificación del asesinato- que sobre este sacerdote, que con seguridad hizo lo que pudo por proteger vidas

Sobre su desempeño más reciente, en primer lugar el cardenal fue un hombre de diálogo y de construcción de terrenos de vinculación y de entendimiento entre personas de posiciones diversas. Dedicó mucho tiempo a conversar con las personas más variadas, católicos y no católicos, y muy especialmente con quienes tenían actividad en la vida pública. Diálogos de los que no quedaron fotos, y donde lo importante fue la relación construida.

La conversación, coincidente o no, pero fluida y sostenida, es uno de los pilares de la convivencia plural y de la democracia. También es algo que muchos añoramos en la vida pública argentina, no sólo encrespada por las pasiones de sus actores, sino sistemáticamente antagonizada y dividida, a partir de una idea política que encuentra utilidad y mérito en el conflicto.

En segundo lugar, creo que el cardenal fue un hombre de fuerte vocación política. Como lo fueron por ejemplo monseñor De Andrea o monseñor Laguna. Sus conversaciones no fueron azarosas. Tenía una idea del tipo de red que quería construir, y también de su propio lugar en ella, que no era simplemente el del arzobispo. Se propuso construir una imagen pública de sí mismo, ciertamente afín con su personalidad y sus ideas, pero que sistemáticamente resaltaba y hacía públicos ciertos rasgos. Bergoglio se propuso bajar del elevado pedestal asignado a un arzobispo por la Iglesia triunfante en la que se formó, y caminar junto con sus fieles, su rebaño. Y no perdió ocasión de hacerlo notar. Siempre estuvo presente en el lugar y momento adecuado. Lo hizo con los límites que, en un mundo de video política, tiene quién descarta ese recurso, rápido y efímero, de construcción de imágenes. Lo suyo fue un trabajo de aliento y paciencia, con el que logró los sólidos resultados que hoy se manifiestan.

Pero además -y en esto se diferencia de Laguna- tuvo un buen dominio de la política de masas, y particularmente de la interpelación a auditorios multitudinarios desde una altura simbólica -el equivalente del balcón- con la retórica y la gestualidad del líder. Así lo vi una vez, en una jornada pastoral en San Cayetano, y me impresionó mucho. Entonces no pensé en San Francisco de Asís sino en Perón.

Finalmente, Bergoglio eligió ser el "obispo de los pobres". Retomó a su manera la "opción por los pobres" de los jesuitas, interpretada de modos muy diversos dentro de la orden. Ése fue su tema y el centro de su política, sobre todo desde que la pobreza dejó de ser en la Argentina una cuestión genérica y se convirtió en el primero y más dramático problema. Se trata de un terreno del que el Estado ha desertado desde hace varias décadas. Un terreno que varios gobiernos han manipulado y exprimido para obtener fáciles réditos políticos. Un terreno donde abundan la insensibilidad social y la exclusión deliberada. El mérito de Bergoglio es grande, por la acción y por el ejemplo. Tan grande como el de muchas otras organizaciones voluntarias, religiosas, sindicales, políticas o simplemente civiles que hacen cosas similares.

Sin embargo, es necesaria alguna puntualización sobre sus ideas. Ellas son las de León XIII y la encíclica Rerum Novarum, de 1891, fundadoras del catolicismo social. Giuseppe Toniolo, intérprete de León XIII, definió por entonces la "democracia cristiana" como la acción de los más ricos en beneficio de los más pobres, y caracterizó a Jesucristo como el primer demócrata. Los pobres, que además estaban alejados de Cristo, debían recibir alimento material y espiritual.

No era la única idea que circulaba en el mundo católico de entonces. El padre Romolo Murri sostuvo que la democracia social consistía en la autoorganización de los trabajadores y los pequeños productores. Cambió levemente el objeto -de "pobres" a "trabajadores"- y además los convirtió en sujetos. Murri fue acusado de "modernista" y finalmente separado de la Iglesia. Había, claro está, toda otra tradición fuera del catolicismo: la del socialismo, que no se limitaba a Lenin.

Las ideas de Bergoglio -si interpreto correctamente sus palabras- no son modernistas sino muy tradicionales. Se formó en la Iglesia militante de la primera mitad del siglo XX -la de León XIII, los papas Pío, Cristo Rey y Acción Católica- y esas ideas, que el Concilio modificó, afloran ocasionalmente en sus dichos, como cuando condena a "la ciudad coimera", la ciudad pecadora, un viejo argumento esgrimido contra la modernidad y la secularización. También pertenece a esa tradición la idea de que la Iglesia debe imponer a todos los hombres y mujeres las normas propias de su confesión, y más aún, que la sociedad debe ser recristianizada. Con respecto al lugar y al destino de los pobres, al igual que Toniolo, su ideal es una sociedad orgánica, con funciones repartidas entre sus partes: una comunidad organizada. Otra vez, se me aparece la figura de Perón.

Personalmente prefiero pensar en los pobres de hoy como potenciales ciudadanos, que deben recuperar sus derechos y su inclusión, y participar activamente, con otros hombres, en la decisión acerca de cómo quieren vivir. También creo que el Estado, su capacidad de organización y su potencia, hoy perdidas, es indispensable para coordinar y potenciar los esfuerzos, admirables pero insuficientes, de los individuos y los grupos, para disolver el mundo de la pobreza y recuperar a los individuos.

Es posible que en este aspecto las ideas del cardenal Bergoglio sean diferentes de las que solían llamarse progresistas, antes de que el término fuera desnaturalizado por los manipuladores de pobres. Pero esas diferencias no son relevantes hoy, cuando hay cosas mucho más urgentes. No sólo hay tareas urgentes en el campo de la pobreza. También hay que reconstruir una convivencia política plural. Se trata de un esfuerzo colectivo y un poco solitario a la vez, en un país en el que la institucionalidad y la pluralidad están poco valoradas. En este aspecto, el Bergoglio político ha hecho mucho. Ignoro si esto hace de él un progresista. Pero en verdad, creo que no importa mucho.

Fuente: La Nación (Buenos Aires, Argentina)