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23.11.12

Nuevas formas autoritarias en América latina

(La Nación) Nadie dio un golpe de Estado ni los tanques están prontos para sofocar la resistencia: tan sólo hay un sutil avance que, bajo el paraguas de las mayorías electorales, contamina las instituciones, se adueña de la Justicia, neutraliza el Parlamento y privatiza el Estado en beneficio del poder.
Por Tomas Linn

(La Nación) Un periodista ecuatoriano me decía que Rafael Correa mostró poco coraje cuando, a principios de año y presionado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, cedió, retrocedió y concedió el perdón a varios periodistas sentenciados en Ecuador. "Fidel Castro nunca hubiera hecho eso", agregó.

En su reflexión, el periodista veía a Correa como un dictador. Sólo que, aun siéndolo para él, no era comparable a Fidel. Tanto Castro como Pinochet o los militares de la Argentina y Uruguay en los 70 cimentaron su poder desde la fuerza, con un sistema represivo aceitado y eficiente. Lo mecanismos de coerción, en su rapante brutalidad, eran perfectos. Ahora, los mecanismos son otros.

Para entender cómo funcionan algunos autoritarios gobiernos en la región es necesario dejar de lado los viejos parámetros. Hoy prefieren digitar jueces, confiscar dinero ajeno y patotear periodistas.

El presidente ecuatoriano dio su perdón a los periodistas, pero a renglón seguido inició una embestida diplomática dentro de la OEA para despojar de recursos y potestades a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), incluida su Relatoría para la Libertad de Expresión.

Si logra su objetivo (y es posible que lo haga, ante la reacción tibia de varios miembros de la OEA), habrá ido mucho más lejos que aquellas dictaduras: habrá desarmado de una vez para siempre un organismo internacional dotado de independencia para vigilar cómo y dónde los gobiernos se salen de la línea en materia de derechos, y por último, habrá mostrado ser más sutil y también más eficaz.

Las elecciones venezolanas generaron algo similar. Observadores internacionales y el propio candidato derrotado coincidieron en que el acto eleccionario fue correcto. El resultado fue tan abrumador que ya poco importa el juego sucio aplicado desde antes a lo largo de la campaña.

Cuando todavía se celebraba esa gran "fiesta cívica", un grupo de periodistas argentinos fue detenido y retenido durante horas en el aeropuerto de Caracas. Una perversa discusión intentó centrar el tema en la figura de Jorge Lanata para distraer sobre un hecho innegable. Más allá de si se simpatiza o no con Lanata, ninguna democracia detiene arbitrariamente a un periodista ni dispone que su material periodístico sea borrado.

Cuando en varias ciudades argentinas se hizo una marcha contra el gobierno el jueves 13 de septiembre, algunas consignas iban dirigidas contra "la dictadura". Sin embargo, al ser interpelada por los periodistas, la gente titubeó y no se animó a clasificar al gobierno de Cristina Kirchner de dictadura, aunque tampoco quiso darle estatus de democracia robusta y saludable.

Tanto desconcierto y confusión evidencian que algo está pasando. A diferencia de los Pinochet, los Fidel Castro y los Videla, no hay presos políticos ni torturas (empieza, en cambio, a haber exiliados), pero sí una metodología autoritaria, aunque no recurra a la coercitiva fuerza policial o militar. Es que, en el fondo, ni el periodista ecuatoriano ni los manifestantes argentinos tienen claro qué enfrentan. Tampoco lo tienen claro los venezolanos, los nicaragüenses o los bolivianos.

Es fácil argumentar que estas protestas reflejan los antojos de la burguesía. Pero ocurre que gobiernos que se dicen democráticos usan los organismos de contralor impositivo para hurgar en la vida privada de sus ciudadanos, dictarles cómo ahorrar el dinero habido con trabajo honesto o trabar la salida del país. Es peligroso denunciar que una presunta caprichosa clase media enfrenta al Estado y sus prioridades motivada por su frivolidad. ¿Quién le dio al Gobierno la potestad de meterse en cuestiones íntimas de los ciudadanos?

Hay medidas que simulan ser económicas, pero terminan siendo recortes brutales a las libertades básicas. Por supuesto, nadie dio un golpe de Estado ni los tanques están prontos para sofocar la resistencia: tan sólo hay un sutil avance que, bajo el paraguas de las mayorías electorales, contamina las instituciones, se adueña de la Justicia, neutraliza el Parlamento y privatiza el Estado en beneficio del poder.

Rafael Correa no se asustó cuando la CIDH lo reprendió. Prefirió eludir el bulto y atacar desde otro frente. Hugo Chávez celebró su triunfo democrático sin que se le moviera un pelo por detener a los periodistas. ¿Cómo llamar entonces a estos gobiernos? ¿Cómo clasificarlos? ¿Cómo determinar el momento en que una democracia deja de serlo al abusar de un poder que nadie le concedió, aunque sin recurrir a las formas tradicionales de coerción?

Estos nuevos presidentes, como hacían antes los monarcas, "mandan" pero no gobiernan. Al tratarse de una experiencia inédita, nadie sabe hasta dónde pueden llegar ni cuándo dejarán de tolerarlo quienes hoy los apoyan. Y, por ser inédita, no tiene sentido compararla con otros experimentos autoritarios que abundaron en América latina. De todos modos, es importante estar alertas ante sus innovadoras compulsiones autoritarias.

Fuente: La Nación (Buenos Aires, Argentina)