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03.05.12

Una tragedia argentina

(PERFIL, Buenos Aires) En La Argentina. Historia del país y de su gente (Sudamericana), María Sáenz Quesada sintetiza el recorrido histórico desde la sociedad colonial hasta nuestros días. Un texto organizado alrededor de los hechos políticos sobresalientes, pero que no elude referencias a la vida privada, rasgos biográficos de los protagonistas o el clima de ideas de cada época. Aquí, fragmentos del capítulo sobre el horror que vivió el país en la última dictadura.
Por María Saenz Quesada

(PERFIL, Buenos Aires) El golpe militar del 24 de marzo se definió a sí mismo como Proceso de Reorganización Nacional (PRN). Los comandantes del Ejército (general Videla), la Armada (almirante Massera) y la Aeronáutica (brigadier Agosti) se habían puesto de acuerdo a fines de 1975 para instaurar una dictadura a largo plazo, con la idea de cerrar un ciclo histórico y abrir otro. Massera exigió y obtuvo que la cuota de poder se repartiera por partes iguales entre las tres armas, de modo que la responsabilidad principal no recayera en el Ejército, como había sucedido hasta entonces. Antes del golpe, la junta aprobó el plan económico de José Alfredo Martínez de Hoz. La junta militar dividió el poder entre las tres armas. En la madrugada del 24 de marzo, la viuda de Perón fue depuesta y quedó detenida en El Messidor (Neuquén). La junta de comandantes juró ese mismo día en la Casa Rosada, y el 29 de marzo el general Videla asumió la presidencia de la Nación sin dejar el cargo de comandante del Ejército. La necesidad de combatir a la guerrilla justificaba esta excepción a la regla que aconsejaba separar ambos cargos. Jorge Rafael Videla, un general de infantería sin actuación política conocida, nacido en Mercedes (Buenos Aires) en una familia de militares, dirigía el Colegio Militar cuando Isabel Perón lo designó comandante en jefe del Ejército, el escalón más alto antes de la presidencia de facto. Retraído, puntilloso, muy católico y algo pusilánime, se sentía imbuido de una misión salvadora. Su rival en la junta era el extravertido, seductor e inescrupuloso almirante Eduardo Emilio Massera, artífice del crecimiento de la Armada en el esquema de poder. Estaba dispuesto a todo para alcanzar sus objetivos. La combinación de ambas personalidades resultaba particularmente peligrosa, dada la autoridad sin límites que la junta se había atribuido y que se multiplicaba en el clima de terror que se vivía. (...) Los ministerios se repartieron equitativamente: Interior y Trabajo para Ejército, Relaciones Exteriores y Bienestar Social para la Armada, Justicia y Defensa para la Aeronáutica. Los únicos civiles del gabinete eran los titulares de Educación y de Economía, pero incluso en esas reparticiones los militares actuaban como veedores de los altos funcionarios. El mismo cupo se aplicó en los gobiernos provinciales; en las intervenciones a los sindicatos y en los canales de televisión que habían sido estatizados por el peronismo. En la Comisión de Asesoramiento Legislativo (CAL), que funcionaba en el Congreso, cada arma tenía poder de veto. Así se preparaba un proceso perverso de disgregación social.

La guerra contra la subversión. Los objetivos básicos del PRN eran exterminar la guerrilla, reordenar la economía y disciplinar a la sociedad. Dichos objetivos tendían a impedir la reproducción de las condiciones socioculturales que habían permitido el auge del populismo y de la subversión marxista y el saqueo del Estado por sindicatos y empresarios peronistas. La persecución comenzó de inmediato con la muerte de los activistas más peligrosos y la detención de centenares más en barcos de guerra, seccionales de policía y cárceles. La suerte de la dirigencia peronista fue dispar. Una larga lista de personalidades de la izquierda y de la derecha, entre ellos Isabel Perón, López Rega, Abal Medina, Cámpora, Gelbard, Carlos Menem y Lorenzo Miguel, fueron privados de los derechos de ciudadanía y sus bienes colocados en custodia. Algunos de los caciques  sindicales, como Casildo Herreras, se “borraron” mediante un oportuno exilio; otros, como el gobernador bonaerense

Victorio Calabró, negociaron con las nuevas autoridades. Miguel fue maltratado y detenido. El esfuerzo se dirigió a eliminar a la dirigencia de los gremios clasistas: René Salamanca fue uno de los primeros “trasladados”, eufemismo para decir muerto; Tosco pasó a la clandestinidad y Ongaro se exilió. Delegados obreros de fábrica y activistas de las ligas agrarias del nordeste fueron a parar a la cárcel o desaparecieron. Pero también desaparecieron dirigentes moderados como Oscar Smith (Luz y Fuerza), que se empeñó en la defensa de su gremio. Según estimaciones de la junta, en setiembre del ‘77 estaban detenidos o abatidos unos ocho mil subversivos. Entre las bajas figuraban Santucho y Urteaga, los jefes del ERP. Había, aunque no se dijo, 300 campos clandestinos de prisioneros. Los más importantes eran Campo de Mayo, la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y La Perla (Córdoba).

El temible método de hacer “desaparecer” a personas sin dejar rastro fue adoptado por la junta para eludir responsabilidades, evitar demostraciones de dolor o de venganza y sembrar un terror vago, silencioso y eficaz. Dicho método facilitó la eliminación no sólo de los terroristas armados y entrenados, sino de personas de ideología progresista, cristianos de izquierda, asistentes sociales, periodistas y alumnos secundarios que reclamaban por cuestiones estudiantiles. A pesar de que la jerarquía católica apoyaba en sus líneas generales al Proceso, obispos, sacerdotes, religiosas y catequistas figuran entre las víctimas de la represión estatal. Monseñor Angelelli, obispo de La Rioja, murió en un supuesto accidente de automóvil. El asesinato de cinco religiosos de la parroquia de San Patricio (Buenos Aires) fue uno de los crímenes más impresionantes. La muerte, la prisión o el destierro castigaron a otros más. “El terrorista –definía el presidente Videla– no sólo es considerado tal por matar con un arma o colocar una bomba, también por activar a través de ideas contrarias a nuestra civilización occidental y cristiana.” Y el interventor en la provincia de Buenos Aires, general Ibérico Saint Jean, advirtió con franqueza (aunque después se desdijo): “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, en seguida a aquéllos que permanezcan indiferentes y finalmente mataremos a los tímidos”.

Para llevar adelante este proyecto siniestro, que alteraba profundamente los códigos morales de la vida militar, se hizo un “pacto de sangre” entre oficiales y suboficiales. En Córdoba se obligó a los oficiales a participar por turno rotativo en las distintas etapas de la represión, la tortura y el fusilamiento. Impulsaba este procedimiento el general Luciano Benjamín Menéndez, jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, uno de los más poderosos “señores de la guerra”. Temibles fueron también el general Ramón Camps, jefe de la Policía Bonaerense, y el general Guillermo Suárez Mason, del Primer Cuerpo de Ejército. Hubo muertes violentas que respondían a pedidos de los “servicios” de las dictaduras de Chile y Uruguay. Debido a esta complicidad, denominada Operativo Cóndor, murieron entre otros el ex presidente de Bolivia, general Torres, y los legisladores uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz. El esquema de represión aplicado por la dictadura pronto se mostró vulnerable a acciones que respondían, más que a las necesidades de la “seguridad nacional”, a las “internas” militares, a venganzas y al afán de lucro personal. Este fue el caso de la desaparición del embajador argentino en Venezuela, Héctor Hidalgo Solá, quien proponía una salida electoral que disgustó al jefe de la Armada; de la muerte de Edgardo Sajón, ex vocero del general Lanusse, jefe de una facción moderada del Ejército; de la bomba contra Juan Alemann en represalia porque, como secretario de Hacienda, se oponía a los excesivos gastos del Mundial de Fútbol; de la destrucción del grupo económico Graiver, dueño de Papel Prensa y que manejó dinero de secuestros extorsivos. Propiedades de presuntos guerrilleros fueron transferidas a integrantes de las fuerzas de represión. Las organizaciones subversivas, cuya capacidad de acción se redujo considerablemente a partir de 1975, concretaron todavía centenares de atentados de 1976 a 1978. Una bomba mató en su propia casa al jefe de la Policía Federal, otra provocó decenas de víctimas en un edificio policial, otra más le quitó la vida a la hija del almirante Lambruschini, Paula, de sólo 15 años, y otra dejó paralizado al canciller, contraalmirante Guzetti.

La tortura, una larga historia. La tortura tiene una historia de larga data en el país. En el período hispánico colonial, el uso del “potro de tormento” en los interrogatorios era legal, lo mismo que los azotes. Las disposiciones de la Asamblea de 1813 que suprimieron la tortura se inscriben dentro del pensamiento humanitario de la época. Pero el “potro” se restableció y, si bien la Constitución de 1853 reiteró la prohibición, los castigos del cepo, estaqueada y azotes continuaron como práctica habitual en el Ejército y en la Marina de guerra hasta 1900. Sólo a comienzos del siglo XX el sistema parece humanizarse. Hasta que con la revolución de 1930 se emplean la “picana eléctrica”, el “submarino” y otros métodos crueles contra detenidos políticos y gremiales que fueron denunciados e investigados. En el primer gobierno peronista fue célebre el comisario Lombilla, torturador de estudiantes y opositores en general. Con la Revolución Libertadora y los planes represivos Conintes el método continuó, aunque más esporádicamente, para recuperar intensidad entre 1970 y 1976, a medida que aumentaba la amenaza guerrillera. Pero siempre había protestas, denuncias, información periodística. A partir del 24 de marzo de 1976 se torturó y se reprimió en el más absoluto silencio. Muchos de los muertos eran civiles no guerrilleros. Algunos no podían ser liberados debido a su estado físico calamitoso, otros porque “habían visto demasiado” o por ser considerados ideológicamente “irrecuperables”. La organización Montoneros que, como observa Gillespie, no tenía previsto el volumen de caídas y confesiones de sus cuadros, se veía asimismo afectada por la desmoralización, que era el resultado de la vaga conciencia de estar empeñados en una lucha absurda. Tales sentimientos se agudizaron cuando en 1977 la conducción, encabezada por Mario Firmenich, se fue del país, guardó el dinero habido en operativos de robo y secuestro en Cuba y desde el exilio dirigió nuevas acciones de guerrilla urbana y denunció a la dictadura argentina.

Fuente: Perfil.com (Buenos Aires, Argentina)