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22.09.03

¿QUIÉN SE HA ROBADO MI CHOCOLATE?

Los latinoamericanos, pues, debemos exigir que nos devuelvan el chocolate, la papa, el ají, el tabaco y el tomate, productos todos oriundos de América. A cambio, renunciaremos al azúcar, el café, la cebolla, las naranjas, las uvas y otros vegetales imperialistas
Por Carlos Alberto Montaner

El agravio más curioso atribuido a la globalización es el robo del chocolate. Se lo escuché por televisión a un indignado ciudadano durante las gloriosas jornadas revolucionarias de Cancún con motivo de la reciente cumbre de la Organización Mundial del Comercio: ''No podemos permitir que las multinacionales vengan y nos roben nuestra riqueza, como hicieron con el chocolate''. Magnífico. Es verdad que nos robaron el chocolate, pero existe una piadosa justificación: lo tomaron como un afrodisíaco. Era, o creían que era, como Viagra, una medicina contra la disfunción eréctil. El emperador azteca se bebía todos los días decenas de vasos de jugo de cacao, espumoso y amargo, y como los españoles no tardaron en averiguar que tenía simultáneamente embarazadas a 150 mujeres, dedujeron que había que tomar chocolate día y noche para levantar los estandartes de la conquista.
Los latinoamericanos, pues, debemos exigir que nos devuelvan el chocolate, la papa, el ají, el tabaco y el tomate, productos todos oriundos de América. A cambio, renunciaremos al azúcar, el café, la cebolla, las naranjas, las uvas y otros vegetales imperialistas traídos a nuestro suelo por los poderes coloniales junto con las vacas, los caballos y los burros, animales que siempre han tenido un inconfundible aire ancho y ajeno, muy diferente al de nuestras entrañables llamas, o a los dulces y acorazados armadillos. Tal vez sea difícil despedirnos del huevo frito, el arroz con pollo y los plátanos --alimentos que llegaron en los barcos europeos--, pero el amor a las raíces latinoamericanas, y a las raíces de la mandioca, exige militancia.
La próxima batalla épica de los globofóbicos contra el libre comercio se librará en Miami durante el mes de noviembre a propósito de la ALCA. Ya afilan sus armas, se comunican por internet las mejores estrategias y ensayan sus discursos políticos más agudos. Y lo probable es que tengan éxito. El éxito de los globofóbicos se define de una extraña manera: posiblemente consigan aporrear a unos cuantos policías, destrozar tres docenas de vidrieras, volcar unos cuantos automóviles y quemar algún MacDonald que les quede en el camino, como siempre recomienda José Bové, ese sabio francés que funge como santón de la secta. Si logran estos objetivos, y si la televisión muestra las escenas del honrado pueblo trabajador en medio de la lucha contra los explotadores internacionales, la victoria será total.
La globofobia es el último reducto del radicalismo de izquierda. Como ya los marxistas se han olvidado de la letra de La internacional, y como después del manicomio soviético no es posible insistir en la construcción de un paraíso socialista, los enemigos de las libertades políticas y económicas se han reagrupado tras la bandera de la globofobia, ofreciendo en lugar de programas políticos la aventura del motín callejero. Son hooligans. No proponen ideas, sino adrenalina. Son jóvenes gamberros coloreados por los odios políticos que acuden a las manifestaciones contra la economía de mercado con el entusiasmo deportivo de los turistas que en San Fermín se congregan a correr delante de los toros, o el alegre envalentonamiento de los cabezarrapadas que salen a golpear inmigrantes para sentir los lazos atávicos de la tribu. Por eso es imposible entrar en razones con ellos: no presentan un debate ideológico, sino un desarreglo endocrino.
Es probable que no se logre la firma de la ALCA. El error tiene muchos partidarios en América Latina. A fines del siglo XVIII, cuando por primera vez se inició esta disputa, una parte sustancial del pueblo llano hacía causa común con la oligarquía y también se oponía a la apertura comercial y a los odiados ''librecambistas''. Sólo los criollos mejor educados y algunos españoles ilustrados defendían las virtudes del comercio libre, la desaparición de los monopolios y el fin de los privilegios que gozaban los productores y comerciantes aliados al poder político. Finalmente se impusieron las ideas liberales, pero más como consecuencia del debilitamiento de los lazos con España que como resultado de convicciones intelectuales suscritas por las masas.
Lo terrible de todo esto es que bastará una mínima señal de desinterés por parte de América Latina para desalentar los débiles propósitos integracionistas en Estados Unidos. Mientras los globofóbicos opinan que los tiburones norteamericanos esperan con las fauces abiertas para tragarse a las sardinas latinoamericanas, la verdad profunda es que la causa de la integración económica entre las dos grandes sociedades del hemisferio tiene muy pocos partidarios en Estados Unidos. Los sindicatos norteamericanos no quieren esos pactos. Los ciudadanos corrientes y molientes tampoco, porque vagamente los asocian a la llegada de nuevos inmigrantes.
El comercio exterior norteamericano pesa poco en el conjunto de la economía --menos del 15 por ciento--, y de ese porcentaje, apenas un 7 por ciento se realiza con América Latina. Los latinoamericanos, como le sucedió a México con el TLC, somos quienes podemos beneficiarnos tremendamente de la ALCA, pero lo probable es que los energúmenos lo impidan con sus piedras y con sus gritos. ¿Resultado? Más pobreza, más desilusión, más ilegales que huyen de países en los que sus propias gentes les impiden ganarse un lugar bajo el sol decentemente.