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08.07.19

El acuerdo UE-Mercosur, un desafío cultural antes que económico

(Clarín) EL tratado es un punto de partida. Para que funcione necesitará muchas cosas más: voluntad política, buenas instituciones, eficiencia, legalidad y espíritu empresarial.
Por Loris Zanatta

(Clarín) Hay eventos cuyos efectos no comprendemos: nuestra vida no cambia ni un ápice; eventos en cuyas implicaciones no nos detenemos: demasiado abstractos, demasiado remotos. Y, sin embargo, afectan nuestros destinos colectivos más que muchos otros eventos que parecen dramáticos y decisivos. Uno de estos eventos es el tratado de libre comercio entre el Mercosur y la Unión Europea.

Es natural que a la mayoría de los argentinos no les importe demasiado: tienen cosas más urgentes en qué pensar; y su efecto sobre las elecciones será casi nulo. Sin embargo implica una encrucijada, uno de esos pasajes históricos en los que un país elige uno u otro camino.

Por cierto: es una oportunidad, no una certeza; un recorrido, no un atraque. Tardó veinte años en salir, pero el tratado es apenas un punto de partida. Para que funcione, necesitará muchas cosas: voluntad política, buenas instituciones, eficiencia, legalidad, espíritu empresarial; todas cosas que, unidas, miden el patrimonio más precioso y frágil de un país:credibilidad, confianza, prestigio; patrimonio que la Argentina ha disipado a menudo en el pasado; las oportunidades van aprovechadas, no son maná caído del cielo.

Pero, ¿por qué tratar la burocrática firma de un burocrático tratado como un evento histórico? ¿Hay algo que caliente menos los corazones que un tratado comercial? Nada que ver con quienes prometen “poner dinero en los bolsillos de la gente”; con el milagro de la distribución de los panes y de los peces invocado por aquellos que no tienen idea de cómo crear riqueza pero saben muy bien cómo comprar consenso dilapidandola. ¡Quieren “reprimarizar” la economía argentina!, grita indignado quien durante años lucró con el auge de la soja.

De hecho, la firma del tratado es hija de las circunstancias antes que de la convicción: es una respuesta geopolítica a la ola proteccionista que avanza, desde siempre presagio de grandes desgracias; es una reacción multilateral al agresivo unilateralismo de Donald Trump y sus émulos. Obviamente, como cualquier tratado similar, este también tiene sus pro y sus contra, partidarios y detractores, entusiastas y temerosos, tanto en el Mercosur como en Europa. Pero es un tren que está pasando ahora y aquellos que lo pierden se quedarán parados en el andén esperándolo a Godot.

El desafío histórico que el tratado representa es un desafío cultural más que económico, ya que la economía también es cultura y el secreto del desarrollo reside más en el sistema de valores e instituciones de un país que en sus recursos naturales: la historia está llena de ejemplos. En este sentido, es inútil negar la realidad: competencia, mercado, riesgo, innovación, productividad, libre comercio son malas palabras a ojos de muchos en Argentina: ¡totems neoliberales, vade retro Satanás!

Pero tales son las ideas y las costumbres a las que apunta el tratado: cosas de sentido común, en realidad, claves de toda economía moderna, de las que dependen el crecimiento y la prosperidad, sin las cuales los apóstoles de turno solo distribuirán la pobreza.

Sin embargo, no sirve que un Nobel de la Economía nos explique lo que es a todas luces evidente: que el liberalismo económico, neo o antiguo que sea, la Argentina lo ha experimentado poco y mal en su historia; y que si la palabra “neoliberalismo” aparece tan obsesivamente en tantas bocas no es porque abunde, sino porque evoca fantasmas; los demonios de una cultura que confunde a menudo el Evangelio con un tratado de economía; que realmente cree,contra toda evidencia histórica, que la pobreza es causada por el mercado y no que el mercado sea la mejor herramienta para combatirla. Basta con mirar los fundamentos de la economía argentina: gasto público, subsidios, impuestos, estructura de precios, barreras aduaneras, mercado laboral, burocracia, patrimonialismo, corporativismo; ¡Es una de las economías menos liberales del mundo, cual que sea el grado de apertura y liberalismo en que pensemos! Y cuatro años de gobierno “liberal” no la han liberalizado mucho, no sabría cuánto por impotencia y cuánto por falta de voluntad. Si se compara con los países vecinos, aquellos que tienen muchos tratados de libre comercio, la diferencia es impresionante y el crecimiento muy inferior: será que hay culturas donde la razón no logra sembrar dudas en la fe.

Tal es la fe, y tanta la aversión a la libertad económica, que suelen proyectarse en el pasado, ver triunfos donde hubo fracasos. Pocos recuerdan 1945 como el dramático momento en el que Argentina empezó a pagar a caro precio la neutralidad en la guerra y a ahorcarse en la cruz del aislamiento dando las espaldas al orden económico nacido en Bretton Woods. Muchos celebran, en cambio, el “glorioso triunfo” del Libro Azul y Blanco sobre el Blue Book.

Nadie mide los costos del naufragio del sueño de la “Argentina potencia”, del bloque panlatino, del país de cien millones de habitantes; nadie recuerda que después de algunos años de finanzas alegres y exacciones del IAPI, el gobierno peronista ya golpeaba a las puertas de Washington pidiendo créditos, imploraba inversiones extranjeras y exigía con poco éxito a los trabajadores mayor “productividad”. Obviamente, si incluso la oposición radical lo acusaba de “vendepatria” por querer abrir el mercado petrolero a los capitales norteamericanos; si aún hoy resuenan los gritos de guerra contra el fantasmal “neoliberalismo” y el mefistofélico “neocolonialismo” europeo: nostalgias autárquicas, plomo sobre las alas del desarrollo.

En la pizarra de este pasado, el tratado con la Unión Europea escribirá la historia que los argentinos le permitan escribir: podrá estimular el comienzo de una historia nueva; o terminar en el guión habitual, en los estereotipos nacionalistas, en las pomposas invocaciones de la pureza del pueblo amenazado por el depredador extranjero; pueblo de cuya dependencia y pobreza se alimenta la tradición populista argentina. Sucede a veces en la historia que un impulso externo ayuda a hacer lo que sirve pero no se hace porque es difícil cambiar el rumbo, porque las inhibiciones culturales son enormes. ¿Será esta la función del tratado con la Unión Europea?

Fuente: Clarín (Buenos Aires, Argentina)