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18.03.19

Venezuela, en la batalla cultural entre liberales y populistas

(TN) La advertencia «ojo que podemos terminar como Venezuela» ¿es solo una excusa para polarizar la escena electoral o habla de una victoria cultural del liberalismo político y económico que moldea los tiempos que corren en Argentina y la región?
Por Marcos Novaro

(TN) Pareciera que, a raíz del derrumbe venezolano, las ideas populistas están sufriendo en buena parte de Latinoamérica un desprestigio aún mayor que el que soportaron las neoliberales en el ocaso recesivo de los años noventa. Y tiene su lógica que así sea: destruir un país lleno de recursos, arrasar con una entera sociedad convirtiendo a sus miembros en prisioneros de un gulag en que es cada vez más difícil sobrevivir no es algo fácil de hacer, necesita años de esmero en el error y el horror.

Es indudable que existen unas cuantas similitudes entre chavismo y kirchnerismo. Y los defensores moderados de este último, que los hay, no pueden pretender que no sea así después de que sus líderes se pasaran años imitando y celebrando a sus colegas caribeños. Pero los K están lejos de ser los únicos manchados por la tragedia venezolana, tal vez la peor de las muchas que ha sufrido América Latina en su historia, palmo a palmo con las peores dictaduras militares de décadas atrás y, por supuesto, a los “malditos noventa” de las reformas de mercado. Las izquierdas radicalizadas, el nacionalismo antimperialista y hasta el anticapitalismo papal, por más que se esmeren en buscar excusas (la supuesta virulencia de “la derecha local”, errores “puntuales” de gestión económica, vicios también particulares de ciertos líderes, lo que sea), no pueden ignorar del todo que lo allí sucede habla mal de sus ideas y de los criterios con que suelen aplicarlas. Si hasta amplios sectores de estas sociedades están incluso dispuestos a legitimar el otrora odiado “intervencionismo yanqui”, y nada menos que de manos del presidente norteamericano que más se ha abocado a despreciar y maltratar a los latinoamericanos.

Una coincidencia temporal hace gravitar aún más el tema venezolano en el clima electoral argentino: a medida que nos acercamos a una decisiva votación para la presidencia, se multiplica la evidencia de que los chavistas no van a abstenerse de ninguna bestialidad para tratar de sobrevivir. El kirchnerismo, sin embargo, da señales contradictorias respecto al lugar que pretende ocupar ante ese drama sin fin.

Sus sectores más ideológicos no dejan de insistir en remedios radicalizados para nuestros problemas económicos e institucionales, sin preocuparse de dar pábulo al temor de que si vuelve CFK al poder “seremos la próxima Venezuela”. Que en el fondo esa amenaza es fuente de ilusión y una guía para la acción en quienes no se cansan de gritar “vamos a volver” no cabe duda. No es gente muy democrática que digamos, nunca lo ha sido, y están cegados por el rencor y la reiterada desventura electoral, así que nada bueno se puede esperar de ellos. En cambio la propia Cristina, como ha sido su costumbre, hace campaña moderándose. Hasta se muestra conciliadora con el FMI y sus críticos en el peronismo. El problema es que no resulta muy creíble: a la hora de los bifes y siempre que pudo prefirió radicalizarse, así que no hay por qué tomarse en serio su supuesta fase herbívora. El ánimo revanchista en su caso se podría alimentar no sólo de la tradición y las costumbres sino del hecho de que, en caso de volver al poder, no va a tener un peso para repartir, así que le sería más necesario que nunca buscar culpables y perseguirlos, argumentando que no hace más que devolver las atenciones recibidas de los “gorilas” cuando estuvo en la oposición. Algo así como una reedición del “5X1”.

Como sea, el que desde el macrismo se use el antimodelo chavista cada vez más intensamente como arma arrojadiza contra su hasta aquí principal contendiente, para muchos analistas no se justifica, y tiene además efectos negativos: se empobrece la competencia y el debate público, al devaluar el papel de sus críticos más moderados, los que en verdad representan la mayor amenaza para su predominio electoral. Se preguntan entonces: ¿en serio no hay más opción que seguir votando a Macri y tolerando sus políticas, incluidos sus reiterados errores, porque si no nos “convertiremos en Argenzuela”? ¿Tiene algún asidero la idea de que nuestro país estuvo en 2015 “a un paso de ese infierno”, y ese riesgo persistirá mientras CFK tenga la mínima posibilidad de volver al poder? Y, finalmente, ¿los kirchneristas, más allá de su verborragia radicalizada, intentarían verdaderamente un cambio de régimen económico e institucional en caso de volver al poder?, ¿por qué lo harían ahora, si no lo hicieron cuando tenían amplios recursos en sus manos para intentarlo?

Quienes buscan quitarle argumentos al gobierno actual responden negativamente a estas preguntas. Y lo justifican sosteniendo que el kirchnerismo “nunca quiso ir más allá de donde llegó”, ladraba mucho, pero llegado el momento no mordía, y es por tanto fácil domesticarlo y absorberlo. Tarea que prometen encarar si los electores les dan la oportunidad de “superar la grieta”. Para estos optimistas el uso del “fantasma venezolano” es en última instancia tramposo porque agita y manipula lo que llaman un “pánico moral” utilizado aviesamente para frenar cualquier intento de revisar el rumbo derechista y liberal adoptado en estos últimos años. Algo así como el efecto que suele tener en cualquier discusión política la identificación del adversario con Hitler y el nazismo: “Ah, pero lo que vos decís, querés y hacés es lo mismo que querían, decían y hacían los nazis, sacate entonces la careta”. Fin de la discusión.

Estas visiones “disculpatorias” o al menos “comprensivas” del kirchnerismo se fundamentan en algunos hechos que no pueden ignorarse, y sobre todo en ciertas abstenciones, acciones que no se encararon en los momentos críticos de nuestro pasado reciente: pudiendo haber promovido una reforma constitucional en 2011, se la descartó; pudiendo haber expropiado más empresas, o clausurado algunas otras, como las de medios que lo desafiaban con sus críticas, se abstuvo de hacerlo; y llegado el momento de la sucesión presidencial, aunque hizo la payasada de no entregarle la banda a Macri, aceptó tanto la prohibición de un nuevo mandato para CFK como la derrota de su candidato muleto. Nada de esto se puede comparar con lo sucedido en años recientes en Venezuela, Nicaragua o Bolivia.

Otros opinan que sí, que retomar su “obra” donde la dejaron y avanzar hacia una reforma constitucional (como la que proponen Eugenio Zaffaroni y otros cráneos del sector), la politización completa de la Justicia (Paco Durañona y Luis D´Elía dixit) y la aniquilación de los actores autónomos serían las prioridades del kirchnerismo.

Quienes así razonan advierten a los optimistas que, junto a las abstenciones mencionadas, hubo en los gobiernos K muchos avances en dirección a un cambio de régimen, iniciativas que se pusieron en marcha, y que si se detuvieron no fue por una autolimitación del grupo gobernante, si no porque actuaron anticuerpos que lo frustraron: la “democratización de la Justicia”, la ley de mercado de capitales, la de abastecimiento, la propia ley de medios y muchas más.

Además y por sobre todo, fortalece esta visión pesimista la lógica de radicalización, que encadenó unas a otras las leyes recién mencionadas, y también la escalada del intervencionismo económico. Lógica que no hay por qué pensar que no se va a restablecer, o incluso fortalecer: el kirchnerismo, y en esto sus semejanzas con el chavismo son notables, ante los efectos disfuncionales que arrojaron sus primeros pasos tanto económicos como institucionales, reaccionó una y otra vez aumentando la dosis de sus medicinas, doblando la apuesta, destruyendo cada vez más mercados, más derechos económicos, afectando más abiertamente las libertades individuales y las posibilidades de ejercer cualquier poder autónomo o actividad no regulada. Su radicalización se alimentó de las propias frustraciones, volviéndose cada vez más difícil, incluso a las autoridades si hubieran querido, abandonarla y torcer el rumbo.

Conclusión: la experiencia indica que los K fracasarían en convertir a Argentina en una nueva Venezuela, porque los detendrían, como ya hicieron en el pasado, los anticuerpos que actúan en nuestra sociedad y nuestro sistema institucional y político; que son los mismos que impiden que la competencia electoral se reduzca a la opción por sí o por no al chavismo; y ambos factores conjugados alientan a ser decididamente optimistas sobre el futuro de la democracia argentina.

Pero la experiencia también enseña que, aunque no puedan tener éxito en ese objetivo, hay un sector kirchnerista que está condenado a perseguirlo, porque a eso lo lleva la lógica que lo gobierna, aún a muchos que en su fueron íntimo no quisieran “ir por todo”, les gustaría moderarse y explorar otros caminos. Por algo, a pesar de que tuvo en su momento a la mano muchas mejores opciones que radicalizarse, vías más razonables y que hubieran dado a la larga mejores resultados tanto para sus líderes y seguidores, como para el resto de los argentinos, el kirchnerismo las dejó de lado y se internó por la senda menos recomendable.

Nada hace pensar que no va a insistir. Ni siquiera las lecciones que mientras tanto ha arrojado inapelablemente el experimento venezolano. Aunque él esté llevando a muchos argentinos y latinoamericanos de todos los sectores sociales y los grupos de opinión a revisar verdades que durante décadas se dieron por descontadas. La ridícula pretensión de ignorar esas lecciones, de seguir actuando como si rigieran los mismos consensos que en la década de los 2000 es la mayor evidencia de la enajenación en que vive ese sector.

Fuente: TN (Buenos Aires, Argentina)