Ejecución de rebeldes venezolanos: escarmiento fascista
¿Cuál es la causa de la frialdad en los otrora solidarios con las luchas latinoamericanas anti-dictatoriales de hace décadas similares, a las del presente crimen en Venezuela?Por Hugo Machín Fajardo
En 1976 el ejército nicaragüense ejecutó al opositor marxista Carlos Fonseca Amador (40), alzado en armas contra el dictador Anastasio Somoza Debayle.
En 2018, los equipos de elite del Servicio de Inteligencia Bolivariana del ejército venezolano, con apoyo de paramilitares autodenominados “colectivos”, ejecutó al opositor Oscar Pérez (36), y en principio a ocho venezolanos más, alzados en armas contra el dictador Nicolás Maduro.
En los 42 años que separan una ejecución de otra, Latinoamérica pasó de albergar dictaduras a regímenes democráticos con la excepción de Cuba.
Las atrocidades sistemáticas cometidas por los dictadores contra cientos de miles de ciudadanos latinoamericanos a manos de los gobiernos de fuerza, colocaron en la agenda internacional la defensa de los derechos humanos inaugurada por el entonces presidente estadounidense James Carter (1977-1981).
No sin contramarchas, la cosmovisión democrática ganó las propuestas políticas continentales y desde mediados de los ochenta paulatinamente fue instalándose la democracia con diversos grados de fisuras en la mayoría del continente.
La muerte de Fonseca en Nicaragua generó dolor y consternación en sectores latinoamericanos identificados con la izquierda; y el rechazo en quienes no compartían la existencia de dictaduras. También es cierto que para vastos sectores de esas sociedades el hecho pasó inadvertido, o se lo vio como un episodio sin relevancia.
La pregunta a hacerse es: ¿por qué medio siglo después, con la conciencia adquirida en materia de violaciones a los derechos humanos, la ejecución de estos venezolanos opositores al régimen más nefasto que ha conocido Venezuela desde las dictaduras de mediados del siglo pasado, no generó una reacción de repudio al crimen?
Los datos que se fueron conociendo el lunes 15 de enero en tiempo real mediante las redes sociales fueron son elocuentes: se trató de una ejecución planificada por la cúpula de Miraflores luego de recibir el dato sobre la ubicación de los rebeldes. Y la orden impartida fue: liquidarlos. Así se lo hicieron saber a Oscar Pérez en el lugar de los hechos –barrio El Junquillo de Caracas- algunos de los ejecutores en respuesta al planteamiento de rendición hecho por el ex capitán del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) Oscar Pérez y su gente.
Oscar Pérez lideró un ataque contra el Tribunal Supremo y el Ministerio de Interior y Justicia en junio del año pasado; tomó un batallón de blindados y de municiones y en diciembre tomó un comando de la Guardia Nacional Bolivariana, llevándose armamento.
Oscar Pérez nunca mató a nadie como sí lo hicieron, por ejemplo, los sandinistas en lo que entendían su legítima lucha armada contra una dictadura. En esas acciones más de propaganda armada que de guerrilla urbana, Pérez no causó ninguna muerte entre los funcionarios gubernamentales.
La Conferencia Episcopal de Venezuela (CEV) el jueves 18 calificó de “masacre” la muerte de los nueve venezolanos a manos de los militares.
Memoria excluyente. ¿Cuál es la causa de esta frialdad en los otrora solidarios con las luchas anti-dictatoriales de hace décadas similares a las del presente crimen en Venezuela?¿Estará en síntesis como las del ex presidente uruguayo “Pepe” Mujica de que en Venezuela la oposición “buscar caer presa [porque] es una técnica, es la forma de luchar [para] inducir al Gobierno a pasarse de la raya. (…) y estos bobos entran.”
La respuesta hay que buscarla en cómo se ha trabajado la memoria en nuestras sociedades. Salvo excepciones, la historia se la ha confundido con la memoria y esta ha sido una memoria excluyente, que no ha tenido en cuenta para la reconstrucción del tejido social, la memoria del “otro”.
Las difundidas memorias colectivas -que nunca son tal pues siempre hay un relator de tales memorias- comenzaron a elaborarse desde las ONGs y la academia en contacto con las víctimas de los horrores de los setenta y ochenta y fueron los principales artífices de esa memoria excluyente.
En los caso en que partidos de izquierda llegaron a los gobiernos de varios países latinoamericanos en el siglo XXI, reforzaron desde el poder esa memoria transformándola en “memoria oficial” que contradice, niega, oculta, deforma, extrapola [el reciente caso del artesano argentino Santiago Maldonado es un ejemplo de ello] los hechos y llega a re-victimizar a las víctimas.
Esa memoria partidista, literal y excluyente puede exacerbar emociones como la rabia y el deseo de venganza y hasta llegar al negacionismo como asistimos hoy a la indiferencia de esos mismos que reclaman “Juicio y castigo” pero ignoran el asesinato de Oscar Pérez y su grupo.
No se quiere o no se puede ver su muerte como lo que fue: un escarmiento para quienes se rebelan contra el régimen. Nada nuevo bajo el sol. Lo aplicó Somoza, lo replicaron los militares genocidas latinoamericanos, lo aplica la dictadura venezolana. No hay que engañarse: es un crimen que necesariamente deberá ser llevado ante los tribunales de justicia internacional y, en su momento, seguramente ante la justicia independiente que sobrevenga en la malhadada Venezuela de hoy.
Ello no exime de responsabilidades a quienes hoy no quieren ver y deberían tener presente la máxima de Cicerón: “La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio”.
En 1976 el ejército nicaragüense ejecutó al opositor marxista Carlos Fonseca Amador (40), alzado en armas contra el dictador Anastasio Somoza Debayle.
En 2018, los equipos de elite del Servicio de Inteligencia Bolivariana del ejército venezolano, con apoyo de paramilitares autodenominados “colectivos”, ejecutó al opositor Oscar Pérez (36), y en principio a ocho venezolanos más, alzados en armas contra el dictador Nicolás Maduro.
En los 42 años que separan una ejecución de otra, Latinoamérica pasó de albergar dictaduras a regímenes democráticos con la excepción de Cuba.
Las atrocidades sistemáticas cometidas por los dictadores contra cientos de miles de ciudadanos latinoamericanos a manos de los gobiernos de fuerza, colocaron en la agenda internacional la defensa de los derechos humanos inaugurada por el entonces presidente estadounidense James Carter (1977-1981).
No sin contramarchas, la cosmovisión democrática ganó las propuestas políticas continentales y desde mediados de los ochenta paulatinamente fue instalándose la democracia con diversos grados de fisuras en la mayoría del continente.
La muerte de Fonseca en Nicaragua generó dolor y consternación en sectores latinoamericanos identificados con la izquierda; y el rechazo en quienes no compartían la existencia de dictaduras. También es cierto que para vastos sectores de esas sociedades el hecho pasó inadvertido, o se lo vio como un episodio sin relevancia.
La pregunta a hacerse es: ¿por qué medio siglo después, con la conciencia adquirida en materia de violaciones a los derechos humanos, la ejecución de estos venezolanos opositores al régimen más nefasto que ha conocido Venezuela desde las dictaduras de mediados del siglo pasado, no generó una reacción de repudio al crimen?
Los datos que se fueron conociendo el lunes 15 de enero en tiempo real mediante las redes sociales fueron son elocuentes: se trató de una ejecución planificada por la cúpula de Miraflores luego de recibir el dato sobre la ubicación de los rebeldes. Y la orden impartida fue: liquidarlos. Así se lo hicieron saber a Oscar Pérez en el lugar de los hechos –barrio El Junquillo de Caracas- algunos de los ejecutores en respuesta al planteamiento de rendición hecho por el ex capitán del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) Oscar Pérez y su gente.
Oscar Pérez lideró un ataque contra el Tribunal Supremo y el Ministerio de Interior y Justicia en junio del año pasado; tomó un batallón de blindados y de municiones y en diciembre tomó un comando de la Guardia Nacional Bolivariana, llevándose armamento.
Oscar Pérez nunca mató a nadie como sí lo hicieron, por ejemplo, los sandinistas en lo que entendían su legítima lucha armada contra una dictadura. En esas acciones más de propaganda armada que de guerrilla urbana, Pérez no causó ninguna muerte entre los funcionarios gubernamentales.
La Conferencia Episcopal de Venezuela (CEV) el jueves 18 calificó de “masacre” la muerte de los nueve venezolanos a manos de los militares.
Memoria excluyente. ¿Cuál es la causa de esta frialdad en los otrora solidarios con las luchas anti-dictatoriales de hace décadas similares a las del presente crimen en Venezuela?¿Estará en síntesis como las del ex presidente uruguayo “Pepe” Mujica de que en Venezuela la oposición “buscar caer presa [porque] es una técnica, es la forma de luchar [para] inducir al Gobierno a pasarse de la raya. (…) y estos bobos entran.”
La respuesta hay que buscarla en cómo se ha trabajado la memoria en nuestras sociedades. Salvo excepciones, la historia se la ha confundido con la memoria y esta ha sido una memoria excluyente, que no ha tenido en cuenta para la reconstrucción del tejido social, la memoria del “otro”.
Las difundidas memorias colectivas -que nunca son tal pues siempre hay un relator de tales memorias- comenzaron a elaborarse desde las ONGs y la academia en contacto con las víctimas de los horrores de los setenta y ochenta y fueron los principales artífices de esa memoria excluyente.
En los caso en que partidos de izquierda llegaron a los gobiernos de varios países latinoamericanos en el siglo XXI, reforzaron desde el poder esa memoria transformándola en “memoria oficial” que contradice, niega, oculta, deforma, extrapola [el reciente caso del artesano argentino Santiago Maldonado es un ejemplo de ello] los hechos y llega a re-victimizar a las víctimas.
Esa memoria partidista, literal y excluyente puede exacerbar emociones como la rabia y el deseo de venganza y hasta llegar al negacionismo como asistimos hoy a la indiferencia de esos mismos que reclaman “Juicio y castigo” pero ignoran el asesinato de Oscar Pérez y su grupo.
No se quiere o no se puede ver su muerte como lo que fue: un escarmiento para quienes se rebelan contra el régimen. Nada nuevo bajo el sol. Lo aplicó Somoza, lo replicaron los militares genocidas latinoamericanos, lo aplica la dictadura venezolana. No hay que engañarse: es un crimen que necesariamente deberá ser llevado ante los tribunales de justicia internacional y, en su momento, seguramente ante la justicia independiente que sobrevenga en la malhadada Venezuela de hoy.
Ello no exime de responsabilidades a quienes hoy no quieren ver y deberían tener presente la máxima de Cicerón: “La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio”.