Aleardo Laría:
«Soy firme partidario de abandonar nuestro gastado presidencialismo monárquico»
“Inicié un lento proceso de reconsideración de mis viejos dogmas, que acompañado por algunas lecturas –los textos de Regis Debray y de Karl Popper- contribuyeron a un cambio de perspectiva, que me acercaron a posiciones socialdemócratas al comprobar que las reformas daban mejor resultado que los proyectos de ingeniería social “revolucionarios” que terminaban inexorablemente en dictaduras”.
Aleardo Fernando Laría Rajneri es abogado y periodista argentino, nacido en General Roca, provincia de Río Negro. Estudió abogacía en la Universidad de La Plata, donde participó en la fundación de la FURN (Federación Universitaria de la Revolución Nacional) agrupación universitaria en la que luego militara Néstor Kirchner. En la provincia de Río Negro fue dirigente de la Juventud Peronista adscripta a la denominada “tendencia revolucionaria” y abogado del Sindicato de Obreros Empacadores de Fruta. En 1977 se exilió en España. Allí se desempeñó como abogado de la Unión General de Trabajadores, central vinculada al Partido Socialista Obrero Español. Actualmente reparte su tiempo entre España y Argentina. Es columnista habitual en el diario “Río Negro” y sus notas las distribuye la Agencia Diarios y Noticias entre medios del interior de Argentina. Como politólogo ha escrito dos ensayos en los que critica el sistema presidencialista y aboga por la implementación de un sistema parlamentario: “Calidad institucional y presidencialismo: los dos problemas no resueltos de Argentina” y “El sistema parlamentario europeo. Las ventajas del parlamentarismo” publicados ambos por el Grupo Editor Latinoamericano. Su último libro, “La religión populista. Una crítica al populismo posmarxista”, de reciente aparición, aborda la estrecha relación entre el sistema presidencialista y el populismo latinoamericano.
¿Cuál fue su participación en “la tendencia” en los años setenta y por qué tuvo que exiliarse?
Me inicié en la militancia en la Universidad de La Plata en el año 1963, cautivado por la belleza expositiva de las clases que impartía Silvio Frondizi. Me vinculé a una agrupación de “izquierda nacional”, el MUR de la Facultad de Derecho, que adoptó una postura crítica hacia el comunismo soviético con motivo de la invasión de Checoslovaquia. En nuestra agrupación se dio un debate acerca del peronismo bajo influencia de John W. Cooke –que lo consideraba “el hecho maldito del país burgués”- que terminó en una clara adhesión al fundar la FURN (Federación Universitaria de la Revolución Nacional). Posteriormente, al recibirme de abogado, me radiqué en General Roca, mi lugar de nacimiento, donde contribuí a constituir la Juventud Peronista. Fui detenido unos días por mi participación en el “rocazo”, una de las primeras manifestaciones de protesta ciudadana contra la dictadura de Onganía. Como la mayoría de los integrantes de la JP, terminé incorporándome en “Montoneros”. Debido a la decisión de “pasar a la clandestinidad”, me trasladé a Mar del Plata y luego a Buenos Aires. Debido a que las condiciones de seguridad eran insostenibles, tomé la decisión de salir del país y radicarme en España en enero de 1977. El departamento que habitaba en Buenos Aires fue allanado por el ejército dos semanas posteriores a mi partida y mi amigo Patricio Dillon, que había decidido permanecer en el país, lamentablemente, pasó a integrar la lista de los militantes “desaparecidos”.
¿Cómo afectó el exilio a sus ideas políticas?
He seguido día a día el proceso de la “transición española” y, lo que era inevitable, comparándolo con el proceso de democratización en Argentina. La experiencia de vivir en una sociedad que estaba construyendo con esfuerzos su democracia y había dado inicio a un proceso de reformas profundas dirigidas a modernizar la estructura institucional y económica, me llevó a reconsiderar toda mi visión ideológica que se nutría de un enorme desprecio por la “democracia formal”. A partir de allí inicié un lento proceso de reconsideración de mis viejos dogmas, que acompañado por algunas lecturas –los textos de Regis Debray y de Karl Popper- contribuyeron a un cambio de perspectiva, que me acercaron a posiciones socialdemócratas al comprobar que las reformas daban mejor resultado que los proyectos de ingeniería social “revolucionarios” que terminaban inexorablemente en dictaduras.
¿Cómo vivió el retorno de la democracia en la Argentina y cuándo considera que su fortalecimiento se vio más afectado?
El retorno de la democracia en Argentina fue asumido con gran entusiasmo por el exilio argentino en España, al punto que una gran mayoría optó por retornar a la Patria. Pero para algunos, como en mi caso, que habíamos construido una nueva familia, con esposa e hijos españoles, ese retorno no era tan sencillo y debió ser postergado. En términos comparativos con el proceso de transición española, la etapa de consolidación democrática en Argentina fue mucho más débil, con bandazos que llevaron desde un gobierno populista-socialdemócrata como el de Alfonsín hacia un gobierno populista-neoliberal como el de Menem. La crisis del 2001 fue la manifestación elocuente de que Argentina no había sabido consensuar un modelo económico-institucional sólido, al estilo español.
¿Qué diferencias percibe entre los militantes de los setenta y la actual dirigencia kirchnerista?
Nuestra militancia era absolutamente desprendida y, en ocasiones, por nuestra práctica tan radical, suponía un riesgo para nuestras vidas. Inclusive en “Montoneros” se socializaban los ingresos personales. La impresión que tengo es que actualmente la política, de un modo inexplicable, ha permitido el enriquecimiento notorio de muchos dirigentes encumbrados y se ha convertido en una forma de captura de rentas para muchos militantes de base.
¿Tiene algún cuestionamiento para hacerle a kirchnerismo en su política de derechos humanos, tanto la interna como en las relaciones internacionales?
La sociedad argentina, en su conjunto, después de conocer las violaciones aberrantes de los derechos humanos por parte de la dictadura militar, los ha instalado como elemento central de nuestra cultura democrática. Dicho esto, es evidente que ha existido en la última década un uso político de esos derechos al exhibir los avances realizados por la justicia en Argentina como fruto de una actuación partidista. Por otro lado, es notoria la incoherencia de algunas organizaciones de Derechos Humanos que cierran los ojos ante las violaciones que se registran en algunas dictaduras latinoamericanas como la cubana. Adoptan un comportamiento simétrico al de alguna secretaria de Estado norteamericana, que distinguía entre “gobiernos autoritarios” –los aliados- y “dictaduras” –los enemigos-. Es una visión anclada en la época de la guerra fría.
¿Qué interpreta usted cuando desde el kirchnerismo se habla de “ir por todo”?
Es muy difícil desentrañar el significado último de un mero eslogan propagandístico. Estamos ante un movimiento político extremadamente vertical, que hace un culto de la lealtad al líder de turno. De este modo, lo que termina predominando es la voluntad inescrutable de una persona. Cuando el liderazgo lo ejercía Menem, el peronismo motorizó políticas neoliberales. Luego, bajo el matrimonio Kirchner, se ha mantenido en una ambigüedad difícil de definir, puesto que lejos de ser un gobierno de transformación, sustenta una estrategia adaptativa. Lo único que varía es la lista de “enemigos” simbólicos, que se va actualizando permanentemente, como un modo de mantener en tensión el espíritu épico de sus partidarios y lanzar cortinas de humos para disimular los errores no forzados que tan a menudo comete.
¿Pero considera posible una radicalización política del kirchnerismo al estilo Chávez en Venezuela?
Los sistemas presidencialistas dotan de enorme poder a los ejecutivos. Cuando además gozan de una clara mayoría parlamentaria, no existen límites institucionales que permitan contener las veleidades de nuestros monarcas presidenciales. Por consiguiente, el riesgo de una deriva autoritaria es permanente. No obstante, creo que la sociedad civil argentina es más fuerte que la venezolana y los márgenes de arbitrariedad aquí son menores.
¿Cuáles son los mayores desafíos que enfrenta la Argentina para consolidar la democracia y mejorar las condiciones económicas de sus habitantes?
Argentina es un país en decadencia, que pierde posiciones frente a los países vecinos, como Brasil, Chile y Uruguay, que han emprendido vigorosos procesos de modernización. La tarea principal que se debe abordar consiste en acabar con el spoil system, es decir todas las formas de clientelismo y patrimonialismo que convierten a las administración pública en un botín de guerra del partido en el poder. Sin modernizar el Estado, jerarquizando y profesionalizando la administración pública, blindándola frente a la voracidad de los partidos populistas, no hay progreso posible. Luego los argentinos deberíamos consensuar un proyecto nacional alrededor de algunas políticas de Estado –educativas, fiscales, sociales, energéticas, medioambientales, etc.- que eviten el pendularismo y permitan definir un modo de inserción en la economía internacional. Por ese y otros motivos soy firme partidario de abandonar nuestro gastado presidencialismo monárquico e ir a un sistema parlamentario que fortalezca el rol de los partidos políticos y facilite de ese modo alcanzar algunos acuerdos básicos.
¿Cómo percibe en sus visitas a la Argentina el nivel de la dirigencia política, el papel del periodismo y la participación ciudadana?
Los partidos políticos argentinos están muy debilitados y el Congreso, con mayoría oficialista, no ofrece posibilidad alguna de favorecer un debate democrático. Se acusa, en mi opinión injustamente, a los dirigentes de la oposición de no ofrecer alternativas, y se olvida que es nuestro sistema institucional presidencialista el que deposita enorme poder en manos del ejecutivo. El presidente desvía ingentes recursos públicos para alimentar un partido informal pero muy efectivo, de militantes-funcionarios, construido alrededor de su figura, al modo del PRI mexicano. Por este motivo, el periodismo crítico ha venido ocupando, de un modo no deliberado, el lugar de la oposición. El Gobierno confronta con los medios porque encuentra allí un obstáculo poderoso en su afán de extender su poder. La inmensa mayoría de los ciudadanos permanece ajena al espectáculo político, que se libra entre actores especializados: políticos, periodistas, intelectuales y poco más. De allí que la meritoria laboral que realizan las organizaciones de la sociedad civil independientes, como CADAL, CIPPEC, Poder Ciudadano y otras, resulte insuficiente para mejorar la calidad de nuestra alicaída democracia.
Sobre su reciente libro, ¿por qué considera que el populismo es como una religión?
El populismo es uno de los últimos exponentes de las religiones políticas que –como el marxismo o el fascismo- poblaron el siglo XX. Los liderazgos carismáticos de individuos que se consideran investidos de una misión escatológica –que demanda décadas de denodados esfuerzos, por lo que deben permanecer “eternamente” en el poder- es un residuo de las religiones mesiánicas. Por otra parte, el contenido manifiestamente maniqueo de un relato que enfrenta a oprimidos –los pobres- y opresores –los ricos- está inscripto en el ADN de muchas visiones religiosas que buscan obtener la adhesión de las mayorías populares. Esta reducción pueril de la complejidad de la realidad político-social a un esquema binario, es nefasta porque frustra el debate democrático –no puede haber diálogo si veo en un adversario un “enemigo”- y ciega a los que se ven envueltos en interminables batallas épicas en las que se deben librar constantemente de las trampas tendidas por conspiradores malvados. De este modo se pierde toda posibilidad de corregir los errores, se va produciendo un proceso de lento alejamiento de la realidad y se genera un fenómeno de autoritarismo progresivo, donde lentamente se van perdiendo retazos de una buena práctica democrática. El encuentro con la realidad se habrá de producir inexorablemente, pero mientras tanto habremos perdido un tiempo precioso que nos aleja de los países de nuestro entorno que han sabido construir democracias maduras y bien asentadas.
© www.analisislatino.com
Aleardo Fernando Laría Rajneri es abogado y periodista argentino, nacido en General Roca, provincia de Río Negro. Estudió abogacía en la Universidad de La Plata, donde participó en la fundación de la FURN (Federación Universitaria de la Revolución Nacional) agrupación universitaria en la que luego militara Néstor Kirchner. En la provincia de Río Negro fue dirigente de la Juventud Peronista adscripta a la denominada “tendencia revolucionaria” y abogado del Sindicato de Obreros Empacadores de Fruta. En 1977 se exilió en España. Allí se desempeñó como abogado de la Unión General de Trabajadores, central vinculada al Partido Socialista Obrero Español. Actualmente reparte su tiempo entre España y Argentina. Es columnista habitual en el diario “Río Negro” y sus notas las distribuye la Agencia Diarios y Noticias entre medios del interior de Argentina. Como politólogo ha escrito dos ensayos en los que critica el sistema presidencialista y aboga por la implementación de un sistema parlamentario: “Calidad institucional y presidencialismo: los dos problemas no resueltos de Argentina” y “El sistema parlamentario europeo. Las ventajas del parlamentarismo” publicados ambos por el Grupo Editor Latinoamericano. Su último libro, “La religión populista. Una crítica al populismo posmarxista”, de reciente aparición, aborda la estrecha relación entre el sistema presidencialista y el populismo latinoamericano.
¿Cuál fue su participación en “la tendencia” en los años setenta y por qué tuvo que exiliarse?
Me inicié en la militancia en la Universidad de La Plata en el año 1963, cautivado por la belleza expositiva de las clases que impartía Silvio Frondizi. Me vinculé a una agrupación de “izquierda nacional”, el MUR de la Facultad de Derecho, que adoptó una postura crítica hacia el comunismo soviético con motivo de la invasión de Checoslovaquia. En nuestra agrupación se dio un debate acerca del peronismo bajo influencia de John W. Cooke –que lo consideraba “el hecho maldito del país burgués”- que terminó en una clara adhesión al fundar la FURN (Federación Universitaria de la Revolución Nacional). Posteriormente, al recibirme de abogado, me radiqué en General Roca, mi lugar de nacimiento, donde contribuí a constituir la Juventud Peronista. Fui detenido unos días por mi participación en el “rocazo”, una de las primeras manifestaciones de protesta ciudadana contra la dictadura de Onganía. Como la mayoría de los integrantes de la JP, terminé incorporándome en “Montoneros”. Debido a la decisión de “pasar a la clandestinidad”, me trasladé a Mar del Plata y luego a Buenos Aires. Debido a que las condiciones de seguridad eran insostenibles, tomé la decisión de salir del país y radicarme en España en enero de 1977. El departamento que habitaba en Buenos Aires fue allanado por el ejército dos semanas posteriores a mi partida y mi amigo Patricio Dillon, que había decidido permanecer en el país, lamentablemente, pasó a integrar la lista de los militantes “desaparecidos”.
¿Cómo afectó el exilio a sus ideas políticas?
He seguido día a día el proceso de la “transición española” y, lo que era inevitable, comparándolo con el proceso de democratización en Argentina. La experiencia de vivir en una sociedad que estaba construyendo con esfuerzos su democracia y había dado inicio a un proceso de reformas profundas dirigidas a modernizar la estructura institucional y económica, me llevó a reconsiderar toda mi visión ideológica que se nutría de un enorme desprecio por la “democracia formal”. A partir de allí inicié un lento proceso de reconsideración de mis viejos dogmas, que acompañado por algunas lecturas –los textos de Regis Debray y de Karl Popper- contribuyeron a un cambio de perspectiva, que me acercaron a posiciones socialdemócratas al comprobar que las reformas daban mejor resultado que los proyectos de ingeniería social “revolucionarios” que terminaban inexorablemente en dictaduras.
¿Cómo vivió el retorno de la democracia en la Argentina y cuándo considera que su fortalecimiento se vio más afectado?
El retorno de la democracia en Argentina fue asumido con gran entusiasmo por el exilio argentino en España, al punto que una gran mayoría optó por retornar a la Patria. Pero para algunos, como en mi caso, que habíamos construido una nueva familia, con esposa e hijos españoles, ese retorno no era tan sencillo y debió ser postergado. En términos comparativos con el proceso de transición española, la etapa de consolidación democrática en Argentina fue mucho más débil, con bandazos que llevaron desde un gobierno populista-socialdemócrata como el de Alfonsín hacia un gobierno populista-neoliberal como el de Menem. La crisis del 2001 fue la manifestación elocuente de que Argentina no había sabido consensuar un modelo económico-institucional sólido, al estilo español.
¿Qué diferencias percibe entre los militantes de los setenta y la actual dirigencia kirchnerista?
Nuestra militancia era absolutamente desprendida y, en ocasiones, por nuestra práctica tan radical, suponía un riesgo para nuestras vidas. Inclusive en “Montoneros” se socializaban los ingresos personales. La impresión que tengo es que actualmente la política, de un modo inexplicable, ha permitido el enriquecimiento notorio de muchos dirigentes encumbrados y se ha convertido en una forma de captura de rentas para muchos militantes de base.
¿Tiene algún cuestionamiento para hacerle a kirchnerismo en su política de derechos humanos, tanto la interna como en las relaciones internacionales?
La sociedad argentina, en su conjunto, después de conocer las violaciones aberrantes de los derechos humanos por parte de la dictadura militar, los ha instalado como elemento central de nuestra cultura democrática. Dicho esto, es evidente que ha existido en la última década un uso político de esos derechos al exhibir los avances realizados por la justicia en Argentina como fruto de una actuación partidista. Por otro lado, es notoria la incoherencia de algunas organizaciones de Derechos Humanos que cierran los ojos ante las violaciones que se registran en algunas dictaduras latinoamericanas como la cubana. Adoptan un comportamiento simétrico al de alguna secretaria de Estado norteamericana, que distinguía entre “gobiernos autoritarios” –los aliados- y “dictaduras” –los enemigos-. Es una visión anclada en la época de la guerra fría.
¿Qué interpreta usted cuando desde el kirchnerismo se habla de “ir por todo”?
Es muy difícil desentrañar el significado último de un mero eslogan propagandístico. Estamos ante un movimiento político extremadamente vertical, que hace un culto de la lealtad al líder de turno. De este modo, lo que termina predominando es la voluntad inescrutable de una persona. Cuando el liderazgo lo ejercía Menem, el peronismo motorizó políticas neoliberales. Luego, bajo el matrimonio Kirchner, se ha mantenido en una ambigüedad difícil de definir, puesto que lejos de ser un gobierno de transformación, sustenta una estrategia adaptativa. Lo único que varía es la lista de “enemigos” simbólicos, que se va actualizando permanentemente, como un modo de mantener en tensión el espíritu épico de sus partidarios y lanzar cortinas de humos para disimular los errores no forzados que tan a menudo comete.
¿Pero considera posible una radicalización política del kirchnerismo al estilo Chávez en Venezuela?
Los sistemas presidencialistas dotan de enorme poder a los ejecutivos. Cuando además gozan de una clara mayoría parlamentaria, no existen límites institucionales que permitan contener las veleidades de nuestros monarcas presidenciales. Por consiguiente, el riesgo de una deriva autoritaria es permanente. No obstante, creo que la sociedad civil argentina es más fuerte que la venezolana y los márgenes de arbitrariedad aquí son menores.
¿Cuáles son los mayores desafíos que enfrenta la Argentina para consolidar la democracia y mejorar las condiciones económicas de sus habitantes?
Argentina es un país en decadencia, que pierde posiciones frente a los países vecinos, como Brasil, Chile y Uruguay, que han emprendido vigorosos procesos de modernización. La tarea principal que se debe abordar consiste en acabar con el spoil system, es decir todas las formas de clientelismo y patrimonialismo que convierten a las administración pública en un botín de guerra del partido en el poder. Sin modernizar el Estado, jerarquizando y profesionalizando la administración pública, blindándola frente a la voracidad de los partidos populistas, no hay progreso posible. Luego los argentinos deberíamos consensuar un proyecto nacional alrededor de algunas políticas de Estado –educativas, fiscales, sociales, energéticas, medioambientales, etc.- que eviten el pendularismo y permitan definir un modo de inserción en la economía internacional. Por ese y otros motivos soy firme partidario de abandonar nuestro gastado presidencialismo monárquico e ir a un sistema parlamentario que fortalezca el rol de los partidos políticos y facilite de ese modo alcanzar algunos acuerdos básicos.
¿Cómo percibe en sus visitas a la Argentina el nivel de la dirigencia política, el papel del periodismo y la participación ciudadana?
Los partidos políticos argentinos están muy debilitados y el Congreso, con mayoría oficialista, no ofrece posibilidad alguna de favorecer un debate democrático. Se acusa, en mi opinión injustamente, a los dirigentes de la oposición de no ofrecer alternativas, y se olvida que es nuestro sistema institucional presidencialista el que deposita enorme poder en manos del ejecutivo. El presidente desvía ingentes recursos públicos para alimentar un partido informal pero muy efectivo, de militantes-funcionarios, construido alrededor de su figura, al modo del PRI mexicano. Por este motivo, el periodismo crítico ha venido ocupando, de un modo no deliberado, el lugar de la oposición. El Gobierno confronta con los medios porque encuentra allí un obstáculo poderoso en su afán de extender su poder. La inmensa mayoría de los ciudadanos permanece ajena al espectáculo político, que se libra entre actores especializados: políticos, periodistas, intelectuales y poco más. De allí que la meritoria laboral que realizan las organizaciones de la sociedad civil independientes, como CADAL, CIPPEC, Poder Ciudadano y otras, resulte insuficiente para mejorar la calidad de nuestra alicaída democracia.
Sobre su reciente libro, ¿por qué considera que el populismo es como una religión?
El populismo es uno de los últimos exponentes de las religiones políticas que –como el marxismo o el fascismo- poblaron el siglo XX. Los liderazgos carismáticos de individuos que se consideran investidos de una misión escatológica –que demanda décadas de denodados esfuerzos, por lo que deben permanecer “eternamente” en el poder- es un residuo de las religiones mesiánicas. Por otra parte, el contenido manifiestamente maniqueo de un relato que enfrenta a oprimidos –los pobres- y opresores –los ricos- está inscripto en el ADN de muchas visiones religiosas que buscan obtener la adhesión de las mayorías populares. Esta reducción pueril de la complejidad de la realidad político-social a un esquema binario, es nefasta porque frustra el debate democrático –no puede haber diálogo si veo en un adversario un “enemigo”- y ciega a los que se ven envueltos en interminables batallas épicas en las que se deben librar constantemente de las trampas tendidas por conspiradores malvados. De este modo se pierde toda posibilidad de corregir los errores, se va produciendo un proceso de lento alejamiento de la realidad y se genera un fenómeno de autoritarismo progresivo, donde lentamente se van perdiendo retazos de una buena práctica democrática. El encuentro con la realidad se habrá de producir inexorablemente, pero mientras tanto habremos perdido un tiempo precioso que nos aleja de los países de nuestro entorno que han sabido construir democracias maduras y bien asentadas.
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