Entrevistas

12.11.18

Carlos Manuel Álvarez

Escribir otra Cuba

Nació en Matanzas, tiene 28 años y es uno de los escritores jóvenes más particulares de la nueva escena latinoamericana. Con un talento que le permite transitar sin problemas por la crónica y la ficción, ya ha publicado tres libros y es el invitado más joven del Festival Puerto de Ideas, que se realizará este fin de semana, donde participará en dos mesas para hablar de literatura, política y, cómo no, de Cuba.

En esta historia estamos a favor de los matices, de la vida como una suma de complejidades que no se puede reducir, de la duda como un lugar incómodo pero necesario. En esta historia nada debiera ser blanco o negro, pero ya que estamos en el inicio, podemos hacer una excepción y decir, por ejemplo, de manera tajante y sin matices, que una cosa es la literatura y otra cosa es el periodismo. O también decir — quizá de forma más clara— que un periodista y un escritor no son lo mismo. “Que se puede ser un muy buen periodista sin ser un escritor, y un muy buen escritor sin ser un periodista. Pero que, muy de tanto en tanto, alguien es ambos y entonces algo pasa”.

El que dice esto último —el que lo escribe— es Martín Caparrós, un escritor argentino que también es un periodista argentino y que anota estas palabras para referirse a un muchacho cubano que hoy tiene 28 años y que es, justamente, un escritor y un periodista, es decir, un punto de inflexión: Carlos Manuel Álvarez nació en 1989, en Matanzas, Cuba, estudió periodismo en La Habana y desde hace un par de años viene escribiendo algunas de las mejores crónicas del continente en revistas y medios digitales, pero también, sobre todo, en El Estornudo —un medio cubano independiente, de periodismo narrativo, que fundó Carlos Manuel junto a varios amigos en 2016 y que ya se ha convertido en un referente de Latinoamérica—. En ese lugar, de hecho, Carlos Manuel Álvarez —donde edita y escribe— ha venido retratando a partir de crónicas y perfiles otra Cuba, un país visto desde la mirada de un veinteañero que creció cuando ya la revolución había dejado de ser un sueño y se había convertido, a ratos, en una historia incómoda y difícil.

Una buena parte de esas crónicas y perfiles son las que se reúnen en La tribu. Retratos de Cuba (Sexto Piso), el primer libro de no ficción de Carlos Manuel Álvarez, que se publicó el año pasado y que ahora lo trae a Chile a participar en el Festival Puerto de Ideas, en Valparaíso. Estará en dos mesas: una dedicada a la crisis de la izquierda (sábado 10, a las 18.30) y otra, a la nueva literatura latinoamericana (domingo 11, a las 12.30). Y el lunes 12, a las 18.30, en Santiago, conversará junto a Patricio Fernández en la Universidad Alberto Hurtado.

Izquierda, literatura latinoamericana, periodismo, Cuba: la historia de los matices, la historia de una escritura joven, la de Carlos Manuel Álvarez, pero urgente.

Una cosa son los premios, los reconocimientos, los elogios, y otra cosa es la literatura. Una cosa, por ejemplo, es encontrarse con un ejemplar de La tribu en una librería chilena, hojearlo un rato y dejarse llevar por los tres nombres que rodean el libro: en la portada descubrimos que el prólogo de estas crónicas lo hizo Martín Caparrós, y en la contraportada, dos textos breves y contundentes de Jon Lee Anderson y Leila Guerriero. Tres nombres de tres periodistas importantísimos, tres nombres claves de lo que se conoce como periodismo narrativo latinoamericano —incluyamos a Jon Lee Anderson ahí, a pesar de haber nacido en California— son los que nos invitan a leer este libro de Carlos Manuel Álvarez.

Uno, entonces, podría pensar inmediatamente que lo que encontrará entre esas páginas será otro libro de periodismo narrativo latinoamericano, de esos que cuentan historias bien reporteadas y que utilizan una serie de estrategias narrativas —literarias— para enganchar a los lectores. Pero lo cierto es que La tribu es muchísimo más que eso.

El proyecto literario de Carlos Manuel Álvarez es muchísimo más que esos elogios y que los premios que ha recibido y los reconocimientos —en 2017 fue elegido como uno de los 39 escritores jóvenes más importantes de Latinoamérica por el Hay Festival, integrando la lista de Bogotá39—. Es un proyecto que transita por el periodismo con la misma contundencia que por la ficción, terreno en el que ha publicado un libro de cuentos (La tarde de los sucesos definitivos, 2014) y Los caídos, su primera novela, que apareció hace unos meses por Sexto Piso y que no ha dejado de cosechar elogios.

Pero volvamos a La tribu, a las dieciséis crónicas de esta otra Cuba en las que Carlos Manuel Álvarez traza un mapa de personajes y emociones, un mapa político, social, de un paisaje que es suyo, el paisaje de su infancia y de su adolescencia, un territorio que se ha escrito una y otra vez, pero que nunca se terminará de contar por completo. Un país que encierra en su historia el siglo XX, un país que es retratado por Carlos Manuel Álvarez con inteligencia, rabia, desasosiego y ternura. Un país que es inevitablemente una historia personal, y como toda historia personal se cuenta desde un intimidad feroz: La tribu empieza con aquel 17 de diciembre de 2014, cuando Barack Obama y Raúl Castro le anunciaron al mundo que Estados Unidos y Cuba restablecían relaciones diplomáticas, y termina, cómo no, con la muerte de Fidel Castro; termina con Carlos Manuel Álvarez regresando a Cuba unos días después de la muerte de Castro y reflejando, en una crónica hermosa y triste, cómo el país recibía el golpe de esa noticia. Anota en u momento: “La gente también se está enterrando un poco a sí misma, despidiendo esa parte, llamada Fidel Castro, que eran ellos, asistiendo a su propio velorio. Es como exorcizar en un réquiem último al vivo que por más de cincuenta años se nos metió adentro”.

Entre esa primera crónica —de aquel día histórico para Estados Unidos y Cuba— y la muerte de Fidel Castro, Carlos Manuel Álvarez escribe una serie de textos y retratos de personas y lugares y momentos que hablan de las últimas décadas cubanas: un par de beisbolistas que alcanzaron el éxito en Estados Unidos, un réquiem por Juan Formell —el famosísimo director de la orquesta Los Van Van—, una novela pequeña y extraordinaria convertida en una crónica sobre la historia de Charles Hill —un hombre que quería fundar una nación afroamericana en el sur de Estados Unidos y que un día se vio envuelto en el asesinato de un policía y, entonces, debió escapar: junto a dos amigos secuestraron un avión y arrancaron a Cuba, donde se refugiaron—, un retrato de la genial y controvertida artista visual y performer cubana Tania Bruguera, un recorrido alucinante por el malecón, una historia coral de los cientos de cubanos que emigraron a Panamá en busca de una mejor vida —vida que tratarían de seguir en Estados Unidos—, el recuerdo de unos amigos que se convirtieron en contrabandistas, la historia inolvidable y conmovedora y rabiosa de Rafael Alcides, un poeta cubano cuya vida —y cuyos versos y palabras— sirve para comprender la historia de una caída, la caída de un sueño, un sueño que fue una revolución:

El pasado y el porvenir pasaron ya.

Todo lo que tuvimos lo perdimos,

Y era más de lo que se podía tener.

Nos queda este rumor. Este

montón de tristezas que el viento propaga,

inmemoriales, sin tiempo.

Este rumor

de lo que fue

la vida antes de que llegara el porvenir.

A lo largo de La tribu se nota que la poesía fue importante para la escritura del libro. Hace unos días, diste un taller de periodismo en Buenos Aires y anotaste en tu Facebook que a los alumnos los harías leer sobre todo poemas. ¿Qué crees que hay en la poesía que le puede servir al periodismo?

El lenguaje empieza a romperse por la poesía. Va nombrando por aproximación, es un tanteo, como si caminara por un desfiladero, hasta que alcanza una nueva precisión. En cuanto esto sucede, la poesía vuelve a quebrar esa forma y comienza otro recorrido, o al menos eso, desde mi trayecto como lector, es lo que la poesía parece haber hecho siempre. No estoy historiando nada.

Claro, ¿pero cómo se aplicaría al género de la crónica?

Me interesa el método de momentos muy particulares de la poesía. Pensemos en Pound, por ejemplo, alguien que está buscando un verso cuya imagen sea a la vez un concepto y un ritmo, el empaque completo. Eso es imposible de alcanzar en la prosa, pero no es imposible mantenerlo como brújula. Haría que la crónica persiguiera la belleza y la precisión a un tiempo, cosas que muchos cronistas creen que van separadas, y ese empaste se nota en demasiados textos. A ratos retóricos, a ratos informativos. Quiero pensar que La Tribu la tenía clara en ese sentido.

Una cosa que me parece que diferencia radicalmente a La tribu de muchos otros libros de periodismo narrativo latinoamericano es que es un conjunto de crónicas políticas, donde el narrador no tiene miedo de plantear una postura, de explicitar el lugar desde donde está mirando, escribiendo… ¿Eso viene de tu conciencia política o es algo que va surgiendo mientras ibas escribiendo las crónicas?

La objetividad es la subjetividad del sistema, es la expresión de una ideología que domina y que quiere pasar por neutra. Pero oponerle a esto la subjetividad individual, simple y llana, sin disciplina, es un error, puesto que en realidad se complementan. Tu subjetividad es egoísta y autocomplaciente. No hay lugar ahí para el cuestionamiento de tu mirada, y a mí me interesa como cronista escribir un relato que cuestione no sólo la objetividad del sistema, sino también mi subjetividad como ente privilegiado, una subjetividad que tiene todas las papeletas para convertirse en cómplice del poder, pues es el sitio desde el que se cuenta la historia, y no en su enemigo, que es como los cronistas siempre estamos dispuestos a vernos a nosotros mismos.

Tienes razón, pero no abundan los cronistas que se hagan cargo de esa subjetividad y enfrenten realmente al poder.

Para mí el lenguaje está en los hechos. Los acontecimientos tienen su propia subjetividad, su moral y su justicia, y eso es lo verdaderamente subversivo. Cuando yo me enfrento a una historia, y quiero imponerle a esa historia mi propia idea del bien y del mal, esa historia se me va a resistir, no va a dejarse domesticar fácilmente.

La primera reacción me llevaba a esconder las huellas de ese forcejeo, pero luego me daba cuenta de que ese forcejeo era una prueba de honestidad y había que contarlo.

Dado que esta búsqueda de una mirada propia es tan política, la mirada finalmente tiene que ser muy política. No puede la mirada no mirarse a sí misma, o de lo contrario el lenguaje se convierte en una cáscara, y el lenguaje es la pulpa debajo de la cáscara del suceso.

La mirada que atraviesa La tribu es una mirada muy crítica sobre los procesos políticos que ha vivido Cuba, pero también muy abierto a pensar nuevas formas de cómo la izquierda debería proponer un proyecto que pueda ser una alternativa real. ¿Cómo se construye un discurso de esas características sin ser calificado de “gusano” (como se les denomina peyorativamente a los anticastristas), por ejemplo? ¿Es difícil transitar por esa línea?

En Cuba yo entendí que en el lenguaje me estaba jugando algo trascendental. No tenía sentido que rindiera cuentas o me definiera fuera del lenguaje, es decir, fuera del uso que podía darle yo a la palabra. En un escenario tan politizado, el lenguaje es sumamente apelativo, la gente da y exige explicaciones, dicen todo el tiempo lo que ellos creen que son y lo que creen que son los otros. Es un juego de falsos espejos muy reaccionario, muy conservador, en que los enemigos, en realidad, son idénticos, porque lo importante no es lo que dices de ti con el lenguaje, sino lo que el lenguaje muestra de ti cuando lo usas, y es ahí donde todos quedan desnudos.

 ¿Y fue muy difícil descubrir que en ese terreno del lenguaje se jugaba algo importante políticamente hablando?

Creo que ese fue el hallazgo político más importante mí, comprender que el sello de mi ideología iba a ser mostrado desde el lenguaje, no hacía falta que yo lo dijera con el lenguaje, no sé si se lo explico. Desde que entendí esto, me siento infalible, porque le arrebaté al poder la capacidad de nombrar, es decir, no uso la palabra como ellos preferirían que la use. Hace unos pocos días una publicación oficial me acusó, junto a otros autores, de escritor mercenario. No me incomodó, básicamente porque no tienen ninguna posibilidad de definirme. Yo pensaba que transitar esa línea del discurso crítico era difícil, pero no lo es. Es fácil, y luego es fácil leer ese tránsito, y si algún lector se confunde con algo tan obvio, y cree que mi escritura es lo que el poder político dice que es, y no lo que mi escritura muestra por sí misma, entonces ese es un lector cínico y cobarde que no me importa ni me interesa.

Acabas de publicar Los caídos, que es una novela en la que narras una historia que también ocurre en Cuba. Sin embargo, desde hace ya tres años que te fuiste de La Habana, y que estás instalado en Ciudad de México. ¿Se hace medio inevitable para un cubano escribir sobre su país? ¿Sientes que estás como medio condenado a escribir una y otra vez sobre Cuba o los próximos libros transitarán por nuevos paisajes? ¿Has pensado en eso?

Pienso mucho en eso, y pienso que no estoy condenado ya. Seguir escribiendo de Cuba hubiese sido una condena si no hubiese salido nunca, pero ahora, que vivo fuera, se trataría de una elección. Lo que me pregunto no es tanto el lugar de la historia, que puede seguir siendo Cuba, o no. Lo que me pregunto es si soy capaz de incorporar mi experiencia vital fuera de Cuba para escribir lo próximo que vaya a escribir. Desde hace más de un año viajo constantemente y no me asiento en ningún lugar, salvo en el territorio del idioma. Y yo quiero una casa, pero el idioma es una selva.