El diálogo: El encuentro que cambió nuestra visión sobre la década del 70, de Graciela Fernández Meijide y Héctor Ricardo Leis (Sudamericana, 2015)
(La Nación) Graciela Fernández Meijide y Héctor Leis, fallecido el año pasado, dialogaron desde posiciones distintas entre sí y con respecto a la versión oficial. Ella es una dirigente del movimiento de derechos humanos a quien la dictadura le secuestró e hizo desaparecer a un hijo. Él fue un montonero, oficial de la organización, que ejerció la violencia y estuvo preso, aunque se volvió muy crítico de aquella experiencia.
(La Nación) Dos historias y dos tradiciones diferentes confluyeron en la experiencia de El diálogo, un encuentro entre Graciela Fernández Meijide y Héctor Leis para reflexionar sobre los años 70, primero en formato de película, estrenada el año pasado, y luego el libro, que acaba de presentarse y que mantiene viva la propuesta original: invitar a seguir reflexionando y a sumar a esa conversación otras perspectivas.
Graciela Fernández Meijide y Héctor Leis, fallecido el año pasado, dialogaron desde posiciones distintas entre sí y con respecto a la versión oficial. Ella es una dirigente del movimiento de derechos humanos a quien la dictadura le secuestró e hizo desaparecer a un hijo. Él fue un montonero, oficial de la organización, que ejerció la violencia y estuvo preso, aunque se volvió muy crítico de aquella experiencia. La política nacional, que en estos años volvió a dividir a la sociedad argentina, a ellos los unió. El diálogo, en el que ambos expusieron sus acuerdos y diferencias sobre la violencia política de los 70, polemiza directamente con el relato oficial y construye una versión informal y subjetiva de la Argentina de los últimos 60 años.
La versión es informal porque cruza hechos de la política nacional con la experiencia personal de Fernández Meijide y de Leis. No es una interlocución científica, que busca la prueba. Por el contrario, su riqueza reside en los acontecimientos narrados, que los involucran y dan espacio a una reflexión desde los cuatro ángulos que les preocupan: teórico, político, filosófico y psicológico. La versión es subjetiva, pues no hay pretensión de verdad. Un punto de vista habla con otro y abre el diálogo a miradas alternativas, como la mía. Siguiendo esa dirección, el libro busca convertirse en el promotor de una gran conversación despojada de intereses personales y políticos donde todos los que vivieron aquellos años se decidan a contar su experiencia militante. Es un llamado a abandonar el silencio.
En El diálogo, Leis narró sus cambios desde el peronismo revolucionario a la democracia. El destinatario de sus críticas eran los intelectuales y políticos cuya transformación tuvo extraños recorridos. Votaron a Ítalo Luder en 1983, cuando eso significaba aceptar la autoamnistía de los militares, y un año después se pronunciaron contra la Conadep y a favor de una comisión bicameral, porque la imaginaban más eficiente para juzgar a las Juntas. ¿Por qué entonces callaron antes frente a la propuesta de autoamnistía? Reclamaron contra las leyes de obediencia debida y punto final, pero nada hicieron cuando Carlos Menem indultó a los comandantes. Leis los interpeló de modo impiadoso. Es más: podía entender que mientras esas cosas se decidían Néstor Kirchner estuviera ocupado en Santa Cruz construyendo poder económico y político, pero impugnó el silencio de los intelectuales oficialistas cuando Kirchner, en la ESMA, ignoró el Juicio a las Juntas promovido por Raúl
Alfonsín. En una palabra, les recriminaba su aval -tácito o expreso- a la autoamnistía y el indulto a los militares y su ataque a la Conadep, de donde surgió el Nunca Más.
Fernández Meijide, por su parte, relató cómo dio el salto de ser la madre de un desaparecido, un hecho estrictamente privado, al compromiso público de formar parte, primero, de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, institución que reunió buena parte de las pruebas en las que se basó la Conadep para posibilitar el Juicio a las Juntas, y luego de la misma Conadep. Más tarde fue una de las fundadoras del Frepaso. Curiosamente, a ambos protagonistas los unió también la pertenencia a dos fracasos políticos distintos: el experimento montonero, él, y el ensayo frepasista, ella. Experiencias que dejaron duras lecciones. De ahí lo imperdonable que resulta para ambos que el pasado sea manipulado, porque los principales destinatarios de ese relato son los jóvenes, ahora víctimas de una mentira. Para los dos, ante un pasado tan doloroso, el uso político de la historia, que no tiene como objetivo llegar a la verdad, es una inmoralidad.
Como El diálogo es una invitación a incorporar otras miradas, sumo entonces mi perspectiva, que por razones de espacio circunscribo a tres temas: la violencia guerrillera, la responsabilidad de las cúpulas y el terrorismo de Estado. Respecto de la acción de las organizaciones armadas, Leis sostuvo que el ejercicio de la violencia funcionaba como una droga para quienes la practicaban. Según él, si la violencia llevaba a matar, convertía esa acción en un impulso irrefrenable. Mis investigaciones sobre la izquierda revolucionaria -que incluyó también a Montoneros- prueban la diversidad de actitudes de los militantes frente a la violencia, que no fue vivida por todos del mismo modo: algunos, sin duda, sintieron fascinación, pero otros tuvieron que adaptarse, y no pocos la padecieron.
En relación con la responsabilidad de la conducción de Montoneros por matar y morir es posible también ampliar la mirada, pues la responsabilidad es una cuestión de grados. No está sólo en la cúpula. Sin duda, los dirigentes fueron responsables absolutos, dada su capacidad política para comandar a una juventud inexperta; capacidad política que, por el contrario, Leis les niega. Montoneros y Perón se usaron mutuamente; la cúpula de los primeros, para acumular poder y ganar legitimidad, y el viejo general, para volver a la presidencia de la República. Ambos fogonearon la violencia. Montoneros perdió legitimidad a partir de 1973. Por eso su derrota a manos de las Fuerzas Armadas fue precedida por su fracaso político: no haber reconocido que el retorno de Perón a la Argentina demandaba la subordinación a su voluntad y el abandono de los métodos con que antes había combatido a la dictadura.
Pero si la obediencia debida no se justifica para los militares (en palabras del general Balza: "Nadie está obligado a cumplir una orden inmoral... Delinque quien cumple órdenes inmorales"), mucho menos vale para los militantes revolucionarios. De ahí la responsabilidad que les cupo a las bases por sostener una práctica fundada en una ideología descreída del diálogo, de la diversidad, de la tolerancia y de la democracia, al tiempo que afirmaba la violencia como método de transformación social. Machista en su concepción del poder y en su organización, perseguía una utopía, y muchos militantes, aunque no todos, actuaban pensando que los fines justificaban los medios.
Otro de los puntos que revisa Leis en El diálogo y que siguen generando discusión es su perspectiva sobre el terrorismo de Estado. Por un lado, planteó que el gobierno de Isabel Perón apeló al terrorismo de Estado al permitir el funcionamiento de la Triple A, y por el otro, en textos anteriores, negó la existencia del terrorismo de Estado a partir de 1976. En mi visión, en la Argentina pos-1976 existió terrorismo de Estado o, dicho de otra forma, el Estado ejerció el terrorismo para acabar con la insurgencia y construir una nueva ciudadanía alejada, sobre todo, del peronismo. Desde el punto de vista político-institucional, las Fuerzas Armadas, al tomar el control del Estado, se hicieron responsables por la vida y por la seguridad de todos los argentinos, aun de aquellos que se habían levantado en armas contra ese Estado. En varias ocasiones la guerrilla fue responsable por sus propios muertos; sin embargo, a diferencia de los militares, no tenía la obligación de velar por la vida y la integridad de todos los argentinos. De ahí la relevancia del juicio a los dictadores que, habiendo recurrido a la desaparición, la tortura y la muerte, enfrentaron al gobierno democrático de Raúl Alfonsín que les otorgó derecho a su defensa. Entonces como ahora la máxima responsabilidad cabe siempre a quien se halla al frente de los destinos de un país.
Sin embargo, hay diferentes niveles de responsabilidad. En ese sentido, El diálogo convoca a los ex militantes a que cuenten qué vivieron. Muchos lo han hecho en entrevistas anónimas recogidas en nuestras investigaciones académicas. Pero parece haber llegado la hora de reconstruir miradas políticas más plurales y menos idealizadas. A eso sólo puede contribuir el abandono del silencio.
(La Nación) Dos historias y dos tradiciones diferentes confluyeron en la experiencia de El diálogo, un encuentro entre Graciela Fernández Meijide y Héctor Leis para reflexionar sobre los años 70, primero en formato de película, estrenada el año pasado, y luego el libro, que acaba de presentarse y que mantiene viva la propuesta original: invitar a seguir reflexionando y a sumar a esa conversación otras perspectivas.
Graciela Fernández Meijide y Héctor Leis, fallecido el año pasado, dialogaron desde posiciones distintas entre sí y con respecto a la versión oficial. Ella es una dirigente del movimiento de derechos humanos a quien la dictadura le secuestró e hizo desaparecer a un hijo. Él fue un montonero, oficial de la organización, que ejerció la violencia y estuvo preso, aunque se volvió muy crítico de aquella experiencia. La política nacional, que en estos años volvió a dividir a la sociedad argentina, a ellos los unió. El diálogo, en el que ambos expusieron sus acuerdos y diferencias sobre la violencia política de los 70, polemiza directamente con el relato oficial y construye una versión informal y subjetiva de la Argentina de los últimos 60 años.
La versión es informal porque cruza hechos de la política nacional con la experiencia personal de Fernández Meijide y de Leis. No es una interlocución científica, que busca la prueba. Por el contrario, su riqueza reside en los acontecimientos narrados, que los involucran y dan espacio a una reflexión desde los cuatro ángulos que les preocupan: teórico, político, filosófico y psicológico. La versión es subjetiva, pues no hay pretensión de verdad. Un punto de vista habla con otro y abre el diálogo a miradas alternativas, como la mía. Siguiendo esa dirección, el libro busca convertirse en el promotor de una gran conversación despojada de intereses personales y políticos donde todos los que vivieron aquellos años se decidan a contar su experiencia militante. Es un llamado a abandonar el silencio.
En El diálogo, Leis narró sus cambios desde el peronismo revolucionario a la democracia. El destinatario de sus críticas eran los intelectuales y políticos cuya transformación tuvo extraños recorridos. Votaron a Ítalo Luder en 1983, cuando eso significaba aceptar la autoamnistía de los militares, y un año después se pronunciaron contra la Conadep y a favor de una comisión bicameral, porque la imaginaban más eficiente para juzgar a las Juntas. ¿Por qué entonces callaron antes frente a la propuesta de autoamnistía? Reclamaron contra las leyes de obediencia debida y punto final, pero nada hicieron cuando Carlos Menem indultó a los comandantes. Leis los interpeló de modo impiadoso. Es más: podía entender que mientras esas cosas se decidían Néstor Kirchner estuviera ocupado en Santa Cruz construyendo poder económico y político, pero impugnó el silencio de los intelectuales oficialistas cuando Kirchner, en la ESMA, ignoró el Juicio a las Juntas promovido por Raúl
Alfonsín. En una palabra, les recriminaba su aval -tácito o expreso- a la autoamnistía y el indulto a los militares y su ataque a la Conadep, de donde surgió el Nunca Más.
Fernández Meijide, por su parte, relató cómo dio el salto de ser la madre de un desaparecido, un hecho estrictamente privado, al compromiso público de formar parte, primero, de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, institución que reunió buena parte de las pruebas en las que se basó la Conadep para posibilitar el Juicio a las Juntas, y luego de la misma Conadep. Más tarde fue una de las fundadoras del Frepaso. Curiosamente, a ambos protagonistas los unió también la pertenencia a dos fracasos políticos distintos: el experimento montonero, él, y el ensayo frepasista, ella. Experiencias que dejaron duras lecciones. De ahí lo imperdonable que resulta para ambos que el pasado sea manipulado, porque los principales destinatarios de ese relato son los jóvenes, ahora víctimas de una mentira. Para los dos, ante un pasado tan doloroso, el uso político de la historia, que no tiene como objetivo llegar a la verdad, es una inmoralidad.
Como El diálogo es una invitación a incorporar otras miradas, sumo entonces mi perspectiva, que por razones de espacio circunscribo a tres temas: la violencia guerrillera, la responsabilidad de las cúpulas y el terrorismo de Estado. Respecto de la acción de las organizaciones armadas, Leis sostuvo que el ejercicio de la violencia funcionaba como una droga para quienes la practicaban. Según él, si la violencia llevaba a matar, convertía esa acción en un impulso irrefrenable. Mis investigaciones sobre la izquierda revolucionaria -que incluyó también a Montoneros- prueban la diversidad de actitudes de los militantes frente a la violencia, que no fue vivida por todos del mismo modo: algunos, sin duda, sintieron fascinación, pero otros tuvieron que adaptarse, y no pocos la padecieron.
En relación con la responsabilidad de la conducción de Montoneros por matar y morir es posible también ampliar la mirada, pues la responsabilidad es una cuestión de grados. No está sólo en la cúpula. Sin duda, los dirigentes fueron responsables absolutos, dada su capacidad política para comandar a una juventud inexperta; capacidad política que, por el contrario, Leis les niega. Montoneros y Perón se usaron mutuamente; la cúpula de los primeros, para acumular poder y ganar legitimidad, y el viejo general, para volver a la presidencia de la República. Ambos fogonearon la violencia. Montoneros perdió legitimidad a partir de 1973. Por eso su derrota a manos de las Fuerzas Armadas fue precedida por su fracaso político: no haber reconocido que el retorno de Perón a la Argentina demandaba la subordinación a su voluntad y el abandono de los métodos con que antes había combatido a la dictadura.
Pero si la obediencia debida no se justifica para los militares (en palabras del general Balza: "Nadie está obligado a cumplir una orden inmoral... Delinque quien cumple órdenes inmorales"), mucho menos vale para los militantes revolucionarios. De ahí la responsabilidad que les cupo a las bases por sostener una práctica fundada en una ideología descreída del diálogo, de la diversidad, de la tolerancia y de la democracia, al tiempo que afirmaba la violencia como método de transformación social. Machista en su concepción del poder y en su organización, perseguía una utopía, y muchos militantes, aunque no todos, actuaban pensando que los fines justificaban los medios.
Otro de los puntos que revisa Leis en El diálogo y que siguen generando discusión es su perspectiva sobre el terrorismo de Estado. Por un lado, planteó que el gobierno de Isabel Perón apeló al terrorismo de Estado al permitir el funcionamiento de la Triple A, y por el otro, en textos anteriores, negó la existencia del terrorismo de Estado a partir de 1976. En mi visión, en la Argentina pos-1976 existió terrorismo de Estado o, dicho de otra forma, el Estado ejerció el terrorismo para acabar con la insurgencia y construir una nueva ciudadanía alejada, sobre todo, del peronismo. Desde el punto de vista político-institucional, las Fuerzas Armadas, al tomar el control del Estado, se hicieron responsables por la vida y por la seguridad de todos los argentinos, aun de aquellos que se habían levantado en armas contra ese Estado. En varias ocasiones la guerrilla fue responsable por sus propios muertos; sin embargo, a diferencia de los militares, no tenía la obligación de velar por la vida y la integridad de todos los argentinos. De ahí la relevancia del juicio a los dictadores que, habiendo recurrido a la desaparición, la tortura y la muerte, enfrentaron al gobierno democrático de Raúl Alfonsín que les otorgó derecho a su defensa. Entonces como ahora la máxima responsabilidad cabe siempre a quien se halla al frente de los destinos de un país.
Sin embargo, hay diferentes niveles de responsabilidad. En ese sentido, El diálogo convoca a los ex militantes a que cuenten qué vivieron. Muchos lo han hecho en entrevistas anónimas recogidas en nuestras investigaciones académicas. Pero parece haber llegado la hora de reconstruir miradas políticas más plurales y menos idealizadas. A eso sólo puede contribuir el abandono del silencio.