Mi verdad. De la Revolución cubana al desencanto. La historia de una luchadora. Hilda Molina, Editorial Planeta, 2010.
Hay que tener un inmenso coraje político para hacer lo que hizo Hilda, y para afrontar las terribles consecuencias que cayeron sobre ella sin quebrarse ni rendirse. Este libro es excepcional porque es excepcionalmente eficaz en su crítica de la dictadura cubana. Cuando uno termina de leerlo, especialmente si ha tenido la triste experiencia de vivir en dictadura, entiende muy bien la clase de régimen que existe en esa isla.
Este es un libro excepcional en muchos sentidos, excepto uno. Voy a tratar de mostrar en qué sentidos me parece que es un libro excepcional y en qué sentido no lo es, pero me adelanto a decir que, cuando afirmo que en un sentido específico no es excepcional, no estoy haciendo una crítica.
Este libro es excepcional, en primer lugar, porque pone en evidencia un enorme coraje político. Hilda vio llegar a la revolución castrista cuando era una quinceañera. Al igual que muchísimos otros cubanos, le dio un crédito a esa revolución triunfante y se jugó por ella. Dedicó mucho tiempo y esfuerzo a cumplir tareas que le asignaban. Fue alfabetizadora y miliciana. Se hizo miembro del Partido Comunista. Llegó a ser diputada en esa extraña Asamblea Nacional del Poder Popular que se parece muy poco a un parlamento democrático.
Pero, a pesar de este fuerte compromiso con la revolución, siempre mantuvo los ojos abiertos y nunca dejó de admitir lo que veía. Vio el avasallamiento de las libertades, vio la feroz ineficiencia, vio la arbitrariedad, vio la corrupción generalizada, vio las nuevas formas de explotación que se habían instalado, vio la decadencia y la falsedad de la nueva clase dirigente cubana. Se tomó muchos años para concluir que lo que veía no eran fenómenos aislados ni desviaciones circunstanciales, sino componentes esenciales del régimen al que había ofrecido su lealtad y en cierto sentido su vida. Y cuando llegó a esa conclusión, simplemente rompió con todo. Renunció a sus cargos, renunció a su condición de comunista, renunció a su carrera profesional, devolvió todas las condecoraciones que había recibido y pasó a convertirse a algo muy semejante a un paria. Creo que hay que tener un inmenso coraje político para hacer lo que hizo Hilda, y para afrontar las terribles consecuencias que cayeron sobre ella sin quebrarse ni rendirse.
En segundo lugar, este es un libro excepcional porque revela un inmenso coraje moral. Parte de ese coraje moral queda reflejado en lo que vengo de decir. No hay coraje político sin coraje moral. Pero Hilda va más allá de eso. En lugar de presentarnos una imagen idealizada de sí misma, en su libro hace una especie de examen de conciencia en el que aparece sin maquillaje. A lo largo de las páginas nos hace testigos de sus errores de juicio, de sus fragilidades, de sus fallas como madre, de sus arrepentimientos, de sus demoras, de sus tensiones internas. La Hilda que aparece en estas páginas no es una súper mujer excepcionalmente fuerte y excepcionalmente lúcida, sino una mujer de carne y hueso, valiente y apasionada, inteligente y fiel a sus principios, pero tan imperfecta como somos todos. Mostrarse de ese modo ante los lectores me parece un acto de coraje moral. Y creo que ese coraje moral es parte de lo que explica el aroma a autenticidad que recorre las páginas de esta obra.
En tercer lugar, este libro es excepcional porque es excepcionalmente eficaz en su crítica de la dictadura cubana. Cuando uno termina de leerlo, especialmente si ha tenido la triste experiencia de vivir en dictadura, entiende muy bien la clase de régimen que existe en esa isla.
Creo que esta eficacia de la crítica tiene dos causas fundamentales. La primera es que Hilda optó por no hacer teoría, por no hacer análisis demasiado elaborados, sino por contar una historia basada en hechos concretos. Lo que encontramos en el libro es un testimonio que habla casi todo el tiempo de episodios concretos, de fechas recordadas con precisión, de lugares específicos. Y a medida que se acumulan esos episodios, uno va descubriendo la trama feroz que los une. De algún modo, el libro de Hilda procede como la vida misma, es decir, nos va mostrando verdades generales a partir de experiencias muy concretas.
La segunda causa de la eficacia de este libro es una fragilidad de Hilda que se vuelve fortaleza. Al leer este libro, uno va descubriendo que Hilda es una persona muy inocente en términos políticos. Yo diría, sin temor a exagerar, que uno se encuentra con una persona políticamente ingenua. En ciertos momentos me pasó de desesperarme leyendo el libro, porque me decía: “¿Cómo no te dabas cuenta, Hilda, de lo que te iban a hacer? ¿Cómo no percibías que te estaban manipulando y que esto iba a terminar muy mal?”. Pero Hilda no se daba cuenta y seguía para adelante con sus convicciones hasta darse de frente contra la pared. Y todavía en el momento de escribir el libro parece un poco sorprendida por lo que pasó.
Definitivamente, a Hilda Molina le falta malicia política. Y esa suerte de inocencia termina por darle a su testimonio una fuerza demoledora. Al leer su libro uno se da cuenta de que atrás de Hilda no hay ningún operativo político sofisticado, ningún lobby más o menos organizado, ninguna estrategia para alcanzar el poder. Lo que hay es el testimonio de una mujer indignada.
Hasta aquí mencioné tres razones por las que me parece que este libro es excepcional. Ahora me gustaría decir en qué sentido me parece que no lo es. Este libro no es excepcional en el sentido de que no tiene por objeto nada que sea excepcional.
Observen ustedes este hecho. Desde hace muchos años, mucha gente insiste en la excepcionalidad del caso cubano. El régimen de los Castro no se podría medir con la misma vara con la que se mide a otros regímenes porque sería una realidad muy específica e intransferible. Se trata de una revolución socialista en pleno Caribe, es decir, muy alejada de lo que en una época fue el mundo socialista. Se trata de una revolución anti-imperialista en la puerta misma de los Estados Unidos y en un país que estuvo especialmente sometido a la tutela estadounidense durante muchos años. Se trata de una revolución que se instaló en un país sin ninguna tradición de producción industrial y otras cosas por el estilo.
Estos argumentos, y otros semejantes, son frecuentemente esgrimidos por los defensores del régimen cubano para negarse a criticarlo y a condenarlo. Pero lo interesante del libro de Hilda es que muestra con especial claridad que, en todo lo que es esencial, el régimen cubano no tiene ninguna excepcionalidad. Más aun, repite punto por punto las características propias de todos los totalitarismos nacidos en el siglo XX.
A lo largo de las páginas del libro se ven con claridad, por ejemplo, los esfuerzos deliberados del régimen cubano por desmantelar a la sociedad y colocar al Estado como único actor relevante. Todos los movimientos autónomos, desde los grupos de naturaleza religiosa hasta los boy scouts, son desmantelados o absorbidos por un Partido Comunista que es al mismo tiempo el dueño del Estado. La propia familia es debilitada como institución, para que no se convierta en una rival que le dispute a la revolución la lealtad de los ciudadanos. Hilda cuenta historias espeluznantes al respecto. Pero lo que importa destacar es que esta misma clase de procesos ocurrieron en la Alemania de Hitler, en la Unión Soviética de Stalin, en la China de Mao.
Del mismo modo, el libro muestra con mucha fuerza esa atroz dinámica que consiste en reducir todos los aspectos de la vida a la lógica política. En las clínicas médicas, los comisarios políticos, que no saben nada de medicina, tienen más capacidad de decisión que los jefes de servicio. La búsqueda de la eficiencia o de la excelencia son denunciadas como maniobras para introducir valores capitalistas. El uso de los recursos del Estado se ajusta a un único criterio, que es el logro de objetivos políticos de corto plazo. El resultado inevitable de esta reducción del conjunto de la vida social, profesional y económica a la lógica política es que todos los ciudadanos quedan sometidos a la arbitrariedad y a los abusos de quienes son representantes de ese mismo poder político. No hay argumentos racionales a los que apelar. Cualquier propuesta que no esté en línea con lo que pretende el comisario político de turno es percibida como una amenaza a la revolución. Y cualquier maniobra realizada por los operadores políticos, incluyendo aquellas que claramente se dirigen a beneficiarlos, es justificada diciendo que la revolución lo necesita. Este sometimiento de todas las lógicas sociales, técnicas y económicas a la lógica política vuelve a encontrarse en todas las experiencias totalitarias del siglo XX y es una de las principales explicaciones del derrumbe del bloque socialista.
Otro rasgo típico de los totalitarismos que aparece con claridad en el libro es la situación de completa y permanente incertidumbre en la que viven los ciudadanos. Dado que la única lógica que importa es la lógica política, y dado que esa lógica es impuesta e interpretada por los que mandan, en cualquier momento puede pasar cualquier cosa. No importa lo que se haya conversado ni lo que se haya planificado. No importan las promesas hechas ni las expectativas. Los cambios de rumbo son constantes y dramáticos. Médicos que se preparaban para operar pacientes durante varias semanas terminan paralizados por una sucesión de asambleas interminables en las que no se habla nada importante. Estudiantes que se preparan para enfrentar un exigente período de exámenes pueden descubrirse de golpe cortando caña. Los horarios de trabajo y de descanso no existen, porque en cualquier momento todo puede trastocarse como consecuencia de la decisión de un oscuro funcionario político o de la aparición del propio Fidel Castro.
Cuando uno ve que estas cosas pasan todo el tiempo durante larguísimos años, y cuando uno ve que lo mismo ocurría en las demás experiencias totalitarias que conocemos, la conclusión es que no se trata de sucesos más o menos circunstanciales sino de una política deliberada, que busca aumentar el sometimiento de todos al liderazgo político.
No voy a abundar en este análisis. Simplemente les recomiendo un ejercicio. Hace pocos años se publicó un libro hermoso que se llama Cisnes Salvajes. Ese libro fue escrito por una mujer china llamada Jung Chang. Al igual que Hilda, esa mujer vivió casi toda su vida adulta en un régimen comunista (la China de Mao) y, también al igual que Hilda, creyó en esa revolución, se hizo comunista y ofreció sus mejores energías al régimen. También al igual que Hilda, terminó desencantada, luego horrorizada, y finalmente exiliada en Inglaterra. Es muy interesante observar la enorme cantidad de puntos de coincidencia que hay entre el libro de esa mujer china y el libro de Hilda. Pese a la enorme distancia geográfica y cultural, pese a las enormes diferencias de escala y de disponibilidad de recursos, las experiencias a las que vivieron se parecen mucho. Como descubrió Hannah Arendt hace ya muchos años, es indiferente si los regímenes totalitarios aparecen en la extrema izquierda o en la extrema derecha del espectro político. Lo que realmente importa es que tienen una misma lógica de fondo que los hace muy parecidos entre sí, independientemente de los ropajes con los que se presenten.
Podría terminar este comentario elogiando a Hilda, y sin duda eso sería merecido. Pero prefiero terminar dirigiéndome a aquellos que, a pesar de todas las evidencias disponibles, siguen defendiendo a la dinastía de los Castro.
Mucha gente que hoy acepta el horror de los crímenes de Stalin, de Mao o de Pol Pot, sigue defendiendo a la revolución cubana como si se tratara de algo diferente. Hasta cierto punto esta actitud es muy humana. Es más fácil volverse crítico de algo en lo que uno creyó cuanto todo se ha derrumbado que hacerlo cuando todavía está en pie. Para ponerlo con un ejemplo que no tiene nada que ver con el comunismo: es más fácil para los católicos de hoy condenar a la Inquisición de lo que era hacerlo cuando la Inquisición todavía funcionaba. Pero en este mundo todo tiene un límite, y en este caso lo hemos alcanzado. La información disponible ya es abrumadora y los testimonios como los de Hilda no dejan lugar a dudas. A mí me gustaría invitar a esa gente que se apure a cambiar de posición, porque, si esperan a que el castrismo se termine para volverse críticos, si esperan ese momento para decir que recién ahora se enteran de todos los crímenes y de todos los atentados cometidos, si recién en ese momento reaccionan, nosotros no vamos a creerles.
Dr. Pablo da Silveira es Director del Programa de Gobierno de la Educación en la Universidad Católica del Uruguay.
Esta reseña es una síntesis de la exposición de Pablo da Silveira durante la presentación en Montevideo del libro “Mi verdad”, de Hilda Molina, realizada el 18 de agosto de 2010 en el Teatro del Centro, Montevideo, Uruguay.
Este es un libro excepcional en muchos sentidos, excepto uno. Voy a tratar de mostrar en qué sentidos me parece que es un libro excepcional y en qué sentido no lo es, pero me adelanto a decir que, cuando afirmo que en un sentido específico no es excepcional, no estoy haciendo una crítica.
Este libro es excepcional, en primer lugar, porque pone en evidencia un enorme coraje político. Hilda vio llegar a la revolución castrista cuando era una quinceañera. Al igual que muchísimos otros cubanos, le dio un crédito a esa revolución triunfante y se jugó por ella. Dedicó mucho tiempo y esfuerzo a cumplir tareas que le asignaban. Fue alfabetizadora y miliciana. Se hizo miembro del Partido Comunista. Llegó a ser diputada en esa extraña Asamblea Nacional del Poder Popular que se parece muy poco a un parlamento democrático.
Pero, a pesar de este fuerte compromiso con la revolución, siempre mantuvo los ojos abiertos y nunca dejó de admitir lo que veía. Vio el avasallamiento de las libertades, vio la feroz ineficiencia, vio la arbitrariedad, vio la corrupción generalizada, vio las nuevas formas de explotación que se habían instalado, vio la decadencia y la falsedad de la nueva clase dirigente cubana. Se tomó muchos años para concluir que lo que veía no eran fenómenos aislados ni desviaciones circunstanciales, sino componentes esenciales del régimen al que había ofrecido su lealtad y en cierto sentido su vida. Y cuando llegó a esa conclusión, simplemente rompió con todo. Renunció a sus cargos, renunció a su condición de comunista, renunció a su carrera profesional, devolvió todas las condecoraciones que había recibido y pasó a convertirse a algo muy semejante a un paria. Creo que hay que tener un inmenso coraje político para hacer lo que hizo Hilda, y para afrontar las terribles consecuencias que cayeron sobre ella sin quebrarse ni rendirse.
En segundo lugar, este es un libro excepcional porque revela un inmenso coraje moral. Parte de ese coraje moral queda reflejado en lo que vengo de decir. No hay coraje político sin coraje moral. Pero Hilda va más allá de eso. En lugar de presentarnos una imagen idealizada de sí misma, en su libro hace una especie de examen de conciencia en el que aparece sin maquillaje. A lo largo de las páginas nos hace testigos de sus errores de juicio, de sus fragilidades, de sus fallas como madre, de sus arrepentimientos, de sus demoras, de sus tensiones internas. La Hilda que aparece en estas páginas no es una súper mujer excepcionalmente fuerte y excepcionalmente lúcida, sino una mujer de carne y hueso, valiente y apasionada, inteligente y fiel a sus principios, pero tan imperfecta como somos todos. Mostrarse de ese modo ante los lectores me parece un acto de coraje moral. Y creo que ese coraje moral es parte de lo que explica el aroma a autenticidad que recorre las páginas de esta obra.
En tercer lugar, este libro es excepcional porque es excepcionalmente eficaz en su crítica de la dictadura cubana. Cuando uno termina de leerlo, especialmente si ha tenido la triste experiencia de vivir en dictadura, entiende muy bien la clase de régimen que existe en esa isla.
Creo que esta eficacia de la crítica tiene dos causas fundamentales. La primera es que Hilda optó por no hacer teoría, por no hacer análisis demasiado elaborados, sino por contar una historia basada en hechos concretos. Lo que encontramos en el libro es un testimonio que habla casi todo el tiempo de episodios concretos, de fechas recordadas con precisión, de lugares específicos. Y a medida que se acumulan esos episodios, uno va descubriendo la trama feroz que los une. De algún modo, el libro de Hilda procede como la vida misma, es decir, nos va mostrando verdades generales a partir de experiencias muy concretas.
La segunda causa de la eficacia de este libro es una fragilidad de Hilda que se vuelve fortaleza. Al leer este libro, uno va descubriendo que Hilda es una persona muy inocente en términos políticos. Yo diría, sin temor a exagerar, que uno se encuentra con una persona políticamente ingenua. En ciertos momentos me pasó de desesperarme leyendo el libro, porque me decía: “¿Cómo no te dabas cuenta, Hilda, de lo que te iban a hacer? ¿Cómo no percibías que te estaban manipulando y que esto iba a terminar muy mal?”. Pero Hilda no se daba cuenta y seguía para adelante con sus convicciones hasta darse de frente contra la pared. Y todavía en el momento de escribir el libro parece un poco sorprendida por lo que pasó.
Definitivamente, a Hilda Molina le falta malicia política. Y esa suerte de inocencia termina por darle a su testimonio una fuerza demoledora. Al leer su libro uno se da cuenta de que atrás de Hilda no hay ningún operativo político sofisticado, ningún lobby más o menos organizado, ninguna estrategia para alcanzar el poder. Lo que hay es el testimonio de una mujer indignada.
Hasta aquí mencioné tres razones por las que me parece que este libro es excepcional. Ahora me gustaría decir en qué sentido me parece que no lo es. Este libro no es excepcional en el sentido de que no tiene por objeto nada que sea excepcional.
Observen ustedes este hecho. Desde hace muchos años, mucha gente insiste en la excepcionalidad del caso cubano. El régimen de los Castro no se podría medir con la misma vara con la que se mide a otros regímenes porque sería una realidad muy específica e intransferible. Se trata de una revolución socialista en pleno Caribe, es decir, muy alejada de lo que en una época fue el mundo socialista. Se trata de una revolución anti-imperialista en la puerta misma de los Estados Unidos y en un país que estuvo especialmente sometido a la tutela estadounidense durante muchos años. Se trata de una revolución que se instaló en un país sin ninguna tradición de producción industrial y otras cosas por el estilo.
Estos argumentos, y otros semejantes, son frecuentemente esgrimidos por los defensores del régimen cubano para negarse a criticarlo y a condenarlo. Pero lo interesante del libro de Hilda es que muestra con especial claridad que, en todo lo que es esencial, el régimen cubano no tiene ninguna excepcionalidad. Más aun, repite punto por punto las características propias de todos los totalitarismos nacidos en el siglo XX.
A lo largo de las páginas del libro se ven con claridad, por ejemplo, los esfuerzos deliberados del régimen cubano por desmantelar a la sociedad y colocar al Estado como único actor relevante. Todos los movimientos autónomos, desde los grupos de naturaleza religiosa hasta los boy scouts, son desmantelados o absorbidos por un Partido Comunista que es al mismo tiempo el dueño del Estado. La propia familia es debilitada como institución, para que no se convierta en una rival que le dispute a la revolución la lealtad de los ciudadanos. Hilda cuenta historias espeluznantes al respecto. Pero lo que importa destacar es que esta misma clase de procesos ocurrieron en la Alemania de Hitler, en la Unión Soviética de Stalin, en la China de Mao.
Del mismo modo, el libro muestra con mucha fuerza esa atroz dinámica que consiste en reducir todos los aspectos de la vida a la lógica política. En las clínicas médicas, los comisarios políticos, que no saben nada de medicina, tienen más capacidad de decisión que los jefes de servicio. La búsqueda de la eficiencia o de la excelencia son denunciadas como maniobras para introducir valores capitalistas. El uso de los recursos del Estado se ajusta a un único criterio, que es el logro de objetivos políticos de corto plazo. El resultado inevitable de esta reducción del conjunto de la vida social, profesional y económica a la lógica política es que todos los ciudadanos quedan sometidos a la arbitrariedad y a los abusos de quienes son representantes de ese mismo poder político. No hay argumentos racionales a los que apelar. Cualquier propuesta que no esté en línea con lo que pretende el comisario político de turno es percibida como una amenaza a la revolución. Y cualquier maniobra realizada por los operadores políticos, incluyendo aquellas que claramente se dirigen a beneficiarlos, es justificada diciendo que la revolución lo necesita. Este sometimiento de todas las lógicas sociales, técnicas y económicas a la lógica política vuelve a encontrarse en todas las experiencias totalitarias del siglo XX y es una de las principales explicaciones del derrumbe del bloque socialista.
Otro rasgo típico de los totalitarismos que aparece con claridad en el libro es la situación de completa y permanente incertidumbre en la que viven los ciudadanos. Dado que la única lógica que importa es la lógica política, y dado que esa lógica es impuesta e interpretada por los que mandan, en cualquier momento puede pasar cualquier cosa. No importa lo que se haya conversado ni lo que se haya planificado. No importan las promesas hechas ni las expectativas. Los cambios de rumbo son constantes y dramáticos. Médicos que se preparaban para operar pacientes durante varias semanas terminan paralizados por una sucesión de asambleas interminables en las que no se habla nada importante. Estudiantes que se preparan para enfrentar un exigente período de exámenes pueden descubrirse de golpe cortando caña. Los horarios de trabajo y de descanso no existen, porque en cualquier momento todo puede trastocarse como consecuencia de la decisión de un oscuro funcionario político o de la aparición del propio Fidel Castro.
Cuando uno ve que estas cosas pasan todo el tiempo durante larguísimos años, y cuando uno ve que lo mismo ocurría en las demás experiencias totalitarias que conocemos, la conclusión es que no se trata de sucesos más o menos circunstanciales sino de una política deliberada, que busca aumentar el sometimiento de todos al liderazgo político.
No voy a abundar en este análisis. Simplemente les recomiendo un ejercicio. Hace pocos años se publicó un libro hermoso que se llama Cisnes Salvajes. Ese libro fue escrito por una mujer china llamada Jung Chang. Al igual que Hilda, esa mujer vivió casi toda su vida adulta en un régimen comunista (la China de Mao) y, también al igual que Hilda, creyó en esa revolución, se hizo comunista y ofreció sus mejores energías al régimen. También al igual que Hilda, terminó desencantada, luego horrorizada, y finalmente exiliada en Inglaterra. Es muy interesante observar la enorme cantidad de puntos de coincidencia que hay entre el libro de esa mujer china y el libro de Hilda. Pese a la enorme distancia geográfica y cultural, pese a las enormes diferencias de escala y de disponibilidad de recursos, las experiencias a las que vivieron se parecen mucho. Como descubrió Hannah Arendt hace ya muchos años, es indiferente si los regímenes totalitarios aparecen en la extrema izquierda o en la extrema derecha del espectro político. Lo que realmente importa es que tienen una misma lógica de fondo que los hace muy parecidos entre sí, independientemente de los ropajes con los que se presenten.
Podría terminar este comentario elogiando a Hilda, y sin duda eso sería merecido. Pero prefiero terminar dirigiéndome a aquellos que, a pesar de todas las evidencias disponibles, siguen defendiendo a la dinastía de los Castro.
Mucha gente que hoy acepta el horror de los crímenes de Stalin, de Mao o de Pol Pot, sigue defendiendo a la revolución cubana como si se tratara de algo diferente. Hasta cierto punto esta actitud es muy humana. Es más fácil volverse crítico de algo en lo que uno creyó cuanto todo se ha derrumbado que hacerlo cuando todavía está en pie. Para ponerlo con un ejemplo que no tiene nada que ver con el comunismo: es más fácil para los católicos de hoy condenar a la Inquisición de lo que era hacerlo cuando la Inquisición todavía funcionaba. Pero en este mundo todo tiene un límite, y en este caso lo hemos alcanzado. La información disponible ya es abrumadora y los testimonios como los de Hilda no dejan lugar a dudas. A mí me gustaría invitar a esa gente que se apure a cambiar de posición, porque, si esperan a que el castrismo se termine para volverse críticos, si esperan ese momento para decir que recién ahora se enteran de todos los crímenes y de todos los atentados cometidos, si recién en ese momento reaccionan, nosotros no vamos a creerles.
Dr. Pablo da Silveira es Director del Programa de Gobierno de la Educación en la Universidad Católica del Uruguay.
Esta reseña es una síntesis de la exposición de Pablo da Silveira durante la presentación en Montevideo del libro “Mi verdad”, de Hilda Molina, realizada el 18 de agosto de 2010 en el Teatro del Centro, Montevideo, Uruguay.