Viaje a la última dinastía comunista
El Siglo XX nos enseñó que el comunismo aplicado con buenas intenciones acaba en desastre; la Corea del Norte que nos muestra Grieco deja entrever, más que un régimen que se equivoca de buena fe, uno a la vez más agudo y más cínico, perpetuamente obsesionado con la posibilidad de que sus ciudadanos se reúnan para exigir una vida aunque sea un poquito mejor.
La literatura de viajes no suele ser el más feliz de los géneros. Los que saben escribir no necesariamente hacen los mejores recorridos, y quienes saben adónde ir muchas veces escriben desde una perspectiva autobiográfica y de autodescubrimiento que resultan francamente aburridas.
Pero cuando se ignora el mundo interior del autor y se concentra en la política, la literatura de viajes puede producir piezas interesantes. Political Pilgrims (Los Peregrinos Políticos), de Paul Hollander, es una obra extraordinaria sobre la capacidad de autoengaño de los intelectuales occidentales de izquierda. Y el libro de Florencia Grieco "En Corea del Norte: Viaje a la Última Dinastía Comunista" (Buenos Aires, Debate, 2018) ofrece una rara ventana a la manera en que el gobierno de Corea del Norte elige presentarse ante el mundo occidental.
Sabemos muy poco de Corea del Norte: que es un país extremadamente cerrado al exterior –el “reino ermitaño”–; que el gobierno promueve sistemáticamente el culto al líder de turno; que tiene la bomba atómica pero es mucho más pobre que su vecino del Sur; que en los años noventa sufrió una hambruna en la que murieron centenares de miles de personas; y poco más.
Grieco confirma la validez de estos lugares comunes, pero a la vez agrega detalles que ayudan a entender la vida cotidiana en el país. El apelativo de reino ermitaño es merecido: para visitar Corea del Norte primero hay que viajar a China, solicitar una visa a través de una de las contadas compañías que ofrecen tours por el país, y esperar por tiempo indefinido hasta obtener una confirmación que tal vez no llegue. Una vez adentro, es imposible salir del hotel sin el acompañamiento de dos guías (tienen que ser dos para controlarse entre ellos). Es posible viajar con anticipación para recorrer Pyongyang con algo de libertad, pero como regla general el recorrido de los tours está predefinido hasta en los menores detalles. Como lo pone la autora, para los turistas occidentales Corea del Norte es una suerte de “all inclusive comunista” (p. 63).
El culto a los líderes alcanza grados de obsecuencia difíciles de imaginar. No es solo la abundancia de retratos y estatuas –de Kim Il-sung, el fundador del país, y su hijo Kim Jong-il, siempre lado a lado en ambientes carentes de otro tipo de decoración; los retratos y estatuas de Kim Jong-un son todavía raros–, sino el comportamiento que se espera ante ellos. Por ejemplo, en los monumentos corresponde inclinarse en señal de respeto; está permitido tomar fotos, pero evitando que el brillo opaque las imágenes; los retratos que cuelgan en las paredes están suficientemente altos para que sea imposible mirarlos desde arriba. En un momento la autora cuenta cómo, al pasar la primera página de un diario, puso especial cuidado en que el retrato de Kim Jong-un que adornaba la portada permaneciese intacto; doblarlo hubiera representado una ofensa gravísima. Las fotos, que el libro incluye en abundancia, muestran un país pobre, aunque menos pobre de lo que yo imaginaba. Por supuesto, los turistas no ven una muestra representativa de Corea del Norte, sino lo que el régimen quiere que vean. Por lo que cuenta Grieco en el texto, la luz eléctrica es un lujo y los cortes son frecuentes; muy pocas construcciones –y ninguna en el interior– tienen agua corriente: los “baños” son, literalmente, pozos en el suelo; en zonas rurales está prohibido fotografiar arados tirados por bueyes; y el tiempo que toma viajar por el interior obedece menos a la geografía montañosa del país que a la casi absoluta ausencia de carreteras pavimentadas. Dicho eso, las construcciones permanecen inmaculadamente limpias, y Pyongyang cuenta con dos líneas de metro y una serie de edificios modernos que parecen algo más que una simple fachada.
Se dice que en un encuentro de líderes africanos, el entonces dictador del Congo Mobutu Sese Seko (1965-1997) comentó que a diferencia de sus pares, que se enorgullecían de sus obras de infraestructura, él nunca construía carreteras: mejorar las comunicaciones sólo facilitaría el trabajo de los adversarios que quisieran derrocarlo. La anécdota puede ser apócrifa, pero su descripción de las motivaciones de Mobutu no lo es: en sus treinta y dos años como presidente, el dictador congolés optó deliberadamente por no desarrollar económicamente su país como garantía de supervivencia política.
Lo mismo cabe decir de Corea del Norte. Después de siete décadas de comunismo, la insuficiencia de la infraestructura es menos atribuible a la escasez de recursos o las limitaciones de la planificación central que a la voluntad del gobierno de limitar la comunicación entre sus propios ciudadanos. Recordemos que se trata del mismo régimen que logró desarrollar armas nucleares cuando se lo propuso. El punto se refuerza si consideramos que en Corea del Norte existe una estructura social semifeudal en la cual existen tres castas hereditarias: los ciudadanos “confiables;” los “neutrales;” y los “hostiles.” La pertenencia a cada grupo está estrechamente ligada a la geografía: solo los miembros del primer grupo (cuya membresía es en buena medida hereditaria) tienen permitido, no ya vivir, sino entrar en Pyongyang; los demás necesitan un permiso especial, que no pueden estar seguros de conseguir.
El Siglo XX nos enseñó que el comunismo aplicado con buenas intenciones acaba en desastre; la Corea del Norte que nos muestra Grieco deja entrever, más que un régimen que se equivoca de buena fe, uno a la vez más agudo y más cínico, perpetuamente obsesionado con la posibilidad de que sus ciudadanos se reúnan para exigir una vida aunque sea un poquito mejor. El gobierno norcoreano es sensible a la falta de divisas; por eso promueve la llegada de ludópatas chinos y permite que miles de norcoreanos trabajen en China (y donen buena parte de sus salarios de manera “voluntaria”). Pero más allá de algunas concesiones recientes, producto de la hambruna de los noventa más que de la voluntad propia, el régimen tiene en claro los enormes riesgos políticos de permitir una mayor liberalización económica.
La literatura de viajes no suele ser el más feliz de los géneros. Los que saben escribir no necesariamente hacen los mejores recorridos, y quienes saben adónde ir muchas veces escriben desde una perspectiva autobiográfica y de autodescubrimiento que resultan francamente aburridas.
Pero cuando se ignora el mundo interior del autor y se concentra en la política, la literatura de viajes puede producir piezas interesantes. Political Pilgrims (Los Peregrinos Políticos), de Paul Hollander, es una obra extraordinaria sobre la capacidad de autoengaño de los intelectuales occidentales de izquierda. Y el libro de Florencia Grieco "En Corea del Norte: Viaje a la Última Dinastía Comunista" (Buenos Aires, Debate, 2018) ofrece una rara ventana a la manera en que el gobierno de Corea del Norte elige presentarse ante el mundo occidental.
Sabemos muy poco de Corea del Norte: que es un país extremadamente cerrado al exterior –el “reino ermitaño”–; que el gobierno promueve sistemáticamente el culto al líder de turno; que tiene la bomba atómica pero es mucho más pobre que su vecino del Sur; que en los años noventa sufrió una hambruna en la que murieron centenares de miles de personas; y poco más.
Grieco confirma la validez de estos lugares comunes, pero a la vez agrega detalles que ayudan a entender la vida cotidiana en el país. El apelativo de reino ermitaño es merecido: para visitar Corea del Norte primero hay que viajar a China, solicitar una visa a través de una de las contadas compañías que ofrecen tours por el país, y esperar por tiempo indefinido hasta obtener una confirmación que tal vez no llegue. Una vez adentro, es imposible salir del hotel sin el acompañamiento de dos guías (tienen que ser dos para controlarse entre ellos). Es posible viajar con anticipación para recorrer Pyongyang con algo de libertad, pero como regla general el recorrido de los tours está predefinido hasta en los menores detalles. Como lo pone la autora, para los turistas occidentales Corea del Norte es una suerte de “all inclusive comunista” (p. 63).
El culto a los líderes alcanza grados de obsecuencia difíciles de imaginar. No es solo la abundancia de retratos y estatuas –de Kim Il-sung, el fundador del país, y su hijo Kim Jong-il, siempre lado a lado en ambientes carentes de otro tipo de decoración; los retratos y estatuas de Kim Jong-un son todavía raros–, sino el comportamiento que se espera ante ellos. Por ejemplo, en los monumentos corresponde inclinarse en señal de respeto; está permitido tomar fotos, pero evitando que el brillo opaque las imágenes; los retratos que cuelgan en las paredes están suficientemente altos para que sea imposible mirarlos desde arriba. En un momento la autora cuenta cómo, al pasar la primera página de un diario, puso especial cuidado en que el retrato de Kim Jong-un que adornaba la portada permaneciese intacto; doblarlo hubiera representado una ofensa gravísima. Las fotos, que el libro incluye en abundancia, muestran un país pobre, aunque menos pobre de lo que yo imaginaba. Por supuesto, los turistas no ven una muestra representativa de Corea del Norte, sino lo que el régimen quiere que vean. Por lo que cuenta Grieco en el texto, la luz eléctrica es un lujo y los cortes son frecuentes; muy pocas construcciones –y ninguna en el interior– tienen agua corriente: los “baños” son, literalmente, pozos en el suelo; en zonas rurales está prohibido fotografiar arados tirados por bueyes; y el tiempo que toma viajar por el interior obedece menos a la geografía montañosa del país que a la casi absoluta ausencia de carreteras pavimentadas. Dicho eso, las construcciones permanecen inmaculadamente limpias, y Pyongyang cuenta con dos líneas de metro y una serie de edificios modernos que parecen algo más que una simple fachada.
Se dice que en un encuentro de líderes africanos, el entonces dictador del Congo Mobutu Sese Seko (1965-1997) comentó que a diferencia de sus pares, que se enorgullecían de sus obras de infraestructura, él nunca construía carreteras: mejorar las comunicaciones sólo facilitaría el trabajo de los adversarios que quisieran derrocarlo. La anécdota puede ser apócrifa, pero su descripción de las motivaciones de Mobutu no lo es: en sus treinta y dos años como presidente, el dictador congolés optó deliberadamente por no desarrollar económicamente su país como garantía de supervivencia política.
Lo mismo cabe decir de Corea del Norte. Después de siete décadas de comunismo, la insuficiencia de la infraestructura es menos atribuible a la escasez de recursos o las limitaciones de la planificación central que a la voluntad del gobierno de limitar la comunicación entre sus propios ciudadanos. Recordemos que se trata del mismo régimen que logró desarrollar armas nucleares cuando se lo propuso. El punto se refuerza si consideramos que en Corea del Norte existe una estructura social semifeudal en la cual existen tres castas hereditarias: los ciudadanos “confiables;” los “neutrales;” y los “hostiles.” La pertenencia a cada grupo está estrechamente ligada a la geografía: solo los miembros del primer grupo (cuya membresía es en buena medida hereditaria) tienen permitido, no ya vivir, sino entrar en Pyongyang; los demás necesitan un permiso especial, que no pueden estar seguros de conseguir.
El Siglo XX nos enseñó que el comunismo aplicado con buenas intenciones acaba en desastre; la Corea del Norte que nos muestra Grieco deja entrever, más que un régimen que se equivoca de buena fe, uno a la vez más agudo y más cínico, perpetuamente obsesionado con la posibilidad de que sus ciudadanos se reúnan para exigir una vida aunque sea un poquito mejor. El gobierno norcoreano es sensible a la falta de divisas; por eso promueve la llegada de ludópatas chinos y permite que miles de norcoreanos trabajen en China (y donen buena parte de sus salarios de manera “voluntaria”). Pero más allá de algunas concesiones recientes, producto de la hambruna de los noventa más que de la voluntad propia, el régimen tiene en claro los enormes riesgos políticos de permitir una mayor liberalización económica.