Diálogo Latino Cubano

05.03.10

Basta con tener ojos para ver

Con su apoyo social amenazado, con la fuga de ex-aliados, con una economía débil y los servicios sociales y de infraestructura comprometidos, Chávez actúa de modo a fortalecer los mecanismos represivos y a aumentar el miedo de oponerse al gobierno. Desde Brasil, hasta aquí, hasta donde es posible saber, ni siquiera una nota de preocupación.
 

Estuve en Caracas antes del Carnaval. Se respira un clima pesado en Venezuela. La responsabilidad no es de El Niño sino de Chávez. Su gobierno se vuelve más represivo en la medida que aumenta la insatisfacción social en consecuencia de la creciente inflación, la desarticulación del sistema productivo, el desmantelamiento de los servicios públicos de salud, el crecimiento de la criminalidad y el racionamiento de agua y energía. Resultado no de fenómenos climáticos o de maquinaciones del “Imperio”, sino de la ineficiencia, voluntarismo y arbitrariedad que caracterizan, cada vez más, a los diez años de su permanencia en el poder.  

Chávez surgió invocando la figura de Simón Bolívar. Hoy, con fines prácticos, quien le sirve de referencia es Cuba. La construcción del “socialismo del siglo XXI” comenzó a orientar el proyecto chavista a partir de las elecciones parlamentarias de 2005, cuando la oposición desistió de la disputa y los partidos cercanos al gobierno conquistaron el 100% de las bancas en la Asamblea Nacional, y del pleito presidencial de 2006, que otorgó a Chávez su segundo mandato. Hasta entonces, a pesar de todo, el chavismo se había movido dentro de los límites de la Constitución de 1999, que innovaba, pero no rompía con la matriz federativa y liberal de la Constitución de 1961. Por otro lado, la derecha golpista sí le faltó el respeto a la Constitución vigente cuando intentó remover del poder a Chávez por medio de la fuerza en abril de 2002. El golpe fracasó, en buena medida, gracias a la pronta condena latinoamericana orquestada por Brasil, en aquella época presidido por Fernando Henrique Cardoso. 

En 2005-2006, con el control casi total de la situación política, el coronel-presidente engranó la segunda marcha del movimiento chavista, esta vez bajo la bandera del “socialismo del siglo XXI”, mezcla rara y confusa de ideas marxistas, cristianas y “bolivarianas”. En esta etapa, la reforma de la Constitución se convirtió en su mayor objetivo político. Reformar para concentrar el poder en el Ejecutivo Federal y en la Presidencia de la República, para permitir la reelección indefinida, para criar los tentáculos que, por encima de los gobernadores y alcaldes, permitirían el control directo del poder local por el centro del poder, personalizado en Chávez. Reformar para cambiar el régimen de propiedad y establecer las bases de un nuevo modo de producción. Junto con las reformas, derrotadas en el plebiscito de fines de 2007, pero igualmente implementadas por medio de decretos en los años subsiguientes, vinieron la formación de una milicia popular subordinada a la presidencia y la creación de un partido, el Partido Socialista Unido de Venezuela, bajo el liderazgo de Chávez. Un proyecto de tendencia totalitaria, con un sesgo personalista, un componente de militarización de la vida política y una vocación a extender su influencia más allá de las fronteras nacionales venezolanas.  

Luego de haber abrazado el “socialismo del siglo XXI”, el régimen viene sufriendo seguidas defecciones, varias de gran peso, como del general Raúl Baduel, del ex-vice presidente José Vicente Ragel y, semanas atrás, del ministro de Defensa y vice-presidente Ramón Carrizález. Aparentemente son tres las principales razones de la perdida de aliados: la exacerbación del carácter personalista del régimen (“yo soy el pueblo”, dijo el coronel-presidente hace pocas semanas), la acentuación de sus trazos totalitarios y el peso cada vez mayor de oficiales cubanos en el esquema militar y represivo del gobierno. Además, la subordinación estricta de los consejos comunales a la dirección del PSUV ha llevado a intelectuales y militantes adeptos de la participación popular directa a la desilusión y al alejamiento. A las defecciones se suma la erosión del apoyo social al gobierno, hoy reducido, según las encuestas más recientes, a poco menos de la mitad de la población.

Nada de esto, sin embargo, hace pronosticar que Chávez reculará. Al contrario, habiendo conquistado el derecho a la reelección indefinida en el referéndum de 2009, el coronel-presidente dobla la apuesta hasta aquí victoriosa: la polarización maniquea entre “el pueblo” (liderado por el) y la “oligarquía” (representada por la oposición), y la manipulación de las reglas de juego, como la reciente reforma electoral, que tiende a favorecer al PSUV en las elecciones de septiembre. La estrategia y la retórica de la confrontación no son novedades. Por primera vez, sin embargo, los beneficios del pueblo están siendo puestos en jaque, por las razones apuntadas en el primer párrafo. Con su apoyo social amenazado, con la fuga de ex-aliados, con una economía débil y los servicios sociales y de infraestructura comprometidos, Chávez actúa de modo a fortalecer los mecanismos represivos y a aumentar el miedo de oponerse al gobierno: en los últimos meses, una jueza fue encarcelada por liberar a un empresario que se encontraba detenido hace mucho tiempo sin proceso, la policía y bandos armados arremeten contra manifestaciones estudiantiles, actos y amenazas de expropiación de empresas e inmuebles comerciales se convierten aún más arbitrarios e intempestivos, etc.

La radicalización chavista apunta peligrosamente en la dirección de una escalada de violencia. Se estima que hay entre 3 y 6 millones de armas ilegales en el país. También está armada la milicia popular bajo el comando de Chávez. Circulan rumores de todo tipo, incluyendo la reedición del “Caracazo”, violentas y generalizadas protestas de calle ocurridas en medio de la crisis económica del final de los años 80. Se teme sobre todo un autogolpe de Chávez, al estilo Fujimori, pretextando la necesidad de garantizar el orden frente a “circunstancias excepcionales”.

Desde Brasil, hasta aquí, hasta donde es posible saber, ni siquiera una nota de preocupación. Lula haría bien si dejase en claro a Chávez que la complacencia tiene limites. Que los valores (la democracia) y los intereses de Brasil (la estabilidad política en la región) no se subordinan a eventuales afinidades ideológicas y alianzas políticas que puedan existir entre sectores de su partido y el castro-chavismo. Si no lo hace, asumirá, por omisión, responsabilidades por las imprevisibles consecuencias de la escalada represiva en curso en Venezuela.

Sergio Fausto es Director Ejecutivo del Instituto Fernando H. Cardoso.

Traducción de Ana Bovino.