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19.04.17

La estatua de la Virgen María como pedagogía de la tolerancia

(El Observador) El mejor espacio público, el más confortable para cada uno de nosotros, es el que aloja con la mejor disposición la pluralidad de identidades que caracteriza las sociedades posmodernas. Como siempre, aparecerá la discusión sobre los límites, es decir, sobre qué creencias, convicciones y lealtades habría que admitir y cuáles no.
Por Adolfo Garcé

(El Observador) Se viene debatiendo, desde hace al menos un año, sobre si la Intendencia Municipal de Montevideo debería permitir o no la instalación de una estatua de la Virgen María en la rambla montevideana. La iniciativa corresponde a Daniel Sturla, arzobispo de Montevideo, que fuera elevado a la dignidad de cardenal por el papa Francisco en reconocimiento a sus poco frecuentes cualidades (hacía mucho tiempo que los católicos uruguayos no tenían un líder tan inteligente y enérgico). La decisión sobre el monumento está en manos de la Junta Departamental, y exige una mayoría especial para ser aprobada. Quisiera intentar aportar algún elemento de juicio a la discusión. Aclaro, solamente porque me parece que en este caso concreto importa, que en materia religiosa soy completamente ateo. Cien por ciento. Pero creo que las autoridades departamentales deben atender el pedido de la comunidad católica. Permítanme fundamentar por qué, apoyándome en un viejo maestro.

Es sabido que no es la primera vez que asistimos a este tipo de discusiones. Este asunto, el de los símbolos religiosos en espacios públicos, tiene antecedentes ilustres. Quiero evocar uno, probablemente el más conocido y seguramente el más valioso: me refiero al que, en 1906, tuvo como protagonistas a José Enrique Rodó y Pedro Díaz en torno a la “expulsión” de los crucifijos de los hospitales públicos. La Comisión de Caridad y Beneficencia Pública, que tenía a su cargo la supervisión de los hospitales del país, ordenó retirar los crucifijos de las salas de los hospitales. La decisión levantó polvareda. Juan Antonio Zubillaga, director del diario La Razón, decidió preguntarle a Rodó su opinión sobre el tema. La carta de Rodó, “Liberalismo y jacobinismo”, fue replicada por Díaz en conferencia pública dictada en el Centro Liberal. A su vez Rodó desarrolló sus contrarréplicas nuevamente en La Razón.

Según Rodó, la decisión que desató la polémica (“una Comisión de Caridad que expulsa del seno de las casas de caridad la imagen del creador de la caridad”) era, en esencia, un acto de intolerancia “jacobina”: “La idea central, en el espíritu del jacobino, es el absolutismo dogmático de su concepto de la verdad, con todas las irradiaciones que de este absolutismo parten para la teoría y la conducta. Así, en su relación con las creencias y convicciones de los otros, semejante idea implica forzosamente la intolerancia: la intolerancia inepta para comprender otra posición de espíritu que la propia; incapaz de percibir la parte de verdad que se mezcla en toda convicción sincera y el elemento generoso de idealidad y de belleza moral que cabe hallar unido a las más palmarias manifestaciones de la ilusión y del error (…)”. “Ningún sentimiento, absolutamente ningún sentimiento respetable, se ofende con la presencia de una imagen de Cristo en las salas de una casa de caridad”, agregaba. Por cierto, no lo decía desde la fe católica: “Libre de toda vinculación religiosa, defiendo una gran tradición humana y un alto concepto de la libertad”.

Me pregunto hasta qué punto, detrás del rechazo a la construcción de la estatua de la Virgen María, no se esconde, con insistencia digna de mejor causa, el mismo “espíritu jacobino”. Todos en alguna medida y en algún plano de la vida cultivamos convicciones y creencias. Todos precisamos que esas convicciones y creencias con las que nos identificamos sean respetadas por los demás. Todos disfrutamos cuando ese respeto no es apenas condescendencia sino verdadera conciencia de la relatividad de lo que llamamos “verdad”. Si esto es así, el mejor espacio público, el más confortable para cada uno de nosotros, es el que aloja con la mejor disposición la pluralidad de identidades que caracteriza las sociedades posmodernas. Como siempre, aparecerá la discusión sobre los límites, es decir, sobre qué creencias, convicciones y lealtades habría que admitir y cuáles no. Es un debate importante. Pero no hace falta que entremos ahora en él: reputo como evidente que no es lo mismo la Virgen María que Osama Bin Laden.

Me pregunto, con Rodó, qué “sentimiento respetable” podría ofender la presencia de la Virgen María en la rambla de Montevideo. Desde luego, siempre habrá minorías que puedan molestarse con la manifestación de las convicciones, creencias y lealtades ajenas. Pero el mejor espacio público es el que reconoce que esas diferencias manifiestas son legítimas y nos enseña a convivir en ellas. Por eso, la mejor ciudad no es la que teme, esconde y/o penaliza la diversidad sino aquella que educa a sus vecinos, también desde lo simbólico, en el respeto hacia los otros. Francamente, no veo dónde está la gracia de una convivencia cívica armoniosa si se construye al precio de la tabla rasa, es decir, de encerrar en el perímetro privado todo aquello que más nos importa en tanto nos identifica y nos diferencia de los demás.

Rodó decía que algunos enfermos verían en el crucifijo “la imagen de su Dios” y otros la “del más grande y puro modelo de amor y de abnegación humana”. Contemplando la estatua de la Virgen supongo que pasaría lo mismo. Habría muchas miradas distintas. Me cuento entre los que disfrutaríamos contemplando en ella la imagen de la ciudad plural, abierta, diversa, tolerante, amable, en la que deberíamos aprender a convivir.

Fuente: El Observador (Montevideo, Uruguay)