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20.11.15

Releyendo a Samuel Huntington

(El Observador) A la luz de la violencia desatada, la búsqueda racional de zonas de acuerdo entre civilizaciones puede parecer imposible. Pero es esa, precisamente, la marca de identidad más valiosa de la civilización occidental. No renunciemos a ella.
Por Adolfo Garcé

(El Observador) Samuel Huntington (1927-2008) fue uno de los politólogos más influyentes del siglo XX. Como suele pasar con los grandes, en cada encrucijada histórica se las ingenió para ocuparse de algún tema especialmente candente. En los sesenta teorizó sobre los efectos políticos de los procesos de modernización económica. En los ochenta se ocupó de describir y explicar la “tercera ola de la democratización” en el mundo. En los noventa, primero en un artículo en Foreign Affairs (1993) y más tarde en un libro (1996), con una lucidez que todavía impacta, llamó la atención sobre el “choque de las civilizaciones”. Antes de morir nos dejó otras obras de valor. Pero los atentados perpetrados en París el viernes pasado nos obligan a detenernos en su visión sobre los conflictos entre civilizaciones y en sus sugerencias para construir un mundo de paz.

En El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, (1) Huntington argumenta que con el derrumbe de la Unión Soviética y el fin de la guerra fría, el orden mundial experimenta una transformación profunda: “la rivalidad de las superpotencias queda sustituida por el choque de las civilizaciones” (p. 22). “En este nuevo mundo –agrega–, los conflictos más generalizados, importantes y peligrosos no serán los que se produzcan entre clases sociales, ricos y pobres u otros grupos definidos por criterios económicos, sino los que afecten a pueblos pertenecientes a diferentes entidades culturales” (p. 22). Para Huntington, el fin de la guerra fría no suponía de ningún modo el “fin de la historia” y de los conflictos en gran escala como propuso Francis Fukuyama. Los conflictos, simplemente, cambiarían de naturaleza.

La centralidad de los choques entre civilizaciones, para él, pone de manifiesto otra vez una constante histórica: “La historia humana es la historia de las civilizaciones” (p. 45). Una civilización es una “cultura con mayúsculas”: contiene valores, creencias, costumbres, instituciones. En sus propios términos: “Las civilizaciones son el ‘nosotros’ más grande dentro del que nos sentimos culturalmente en casa, en cuanto distintos de todos los demás ‘ellos’ ajenos y externos a nosotros” (p. 48). Siguiendo esta definición, dice que, hacia fines del siglo XX, podían distinguirse ocho civilizaciones diferentes: sínica, japonesa, budista, islámica, occidental, ortodoxa, latinoamericana y africana.

Pero las civilizaciones no son entidades inmutables y eternas. Cambian, evolucionan, mueren. Este punto es de la mayor importancia en su argumento. Para Huntington, como para Oswald Spengler mucho antes, estamos asistiendo a la “decadencia de Occidente”. Es un crepúsculo lento, “muy irregular, con pausas, retrocesos y reafirmaciones del poder occidental” (p. 97). Tampoco es inevitable. Occidente puede, y debe, según él, manejar mejor su vínculo con las demás civilizaciones.

Esto nos conduce a la parte que encuentro más actual y sugerente de su argumentación. “En la época que está surgiendo –escribió– los choques de civilizaciones son la mayor amenaza para la paz mundial”. Desde que Huntington publicó estas ideas hasta ahora el mundo ha dejado numerosos y terribles testimonios del choque de civilizaciones. Y todo puede ser todavía mucho peor. De un lado y del otro, en Oriente y Occidente, retumban las amenazas. “Esto es solo el comienzo”, dicen los voceros del Estado Islámico. No me asombra. Lamentablemente no encuentro ninguna razón para no creerles. “Francia está en guerra”, responde el gobierno francés. Esto sí me sorprende. Las luces de la razón, el signo espléndido de lo mejor de la cultura francesa, cede paso a la ley del Talión. Tiene que haber una forma más inteligente de manejar el choque de civilizaciones que sucumbir a la barbarie de la espiral de la violencia.

Hay una alternativa. Huntington, hace dos décadas, al ver venir (o regresar) este tipo de conflictos, propuso una estrategia más racional. Según él, la regla más importante para evitar conflictos y construir la paz en un mundo multicultural es la de renunciar a intervenir en los asuntos internos de las demás civilizaciones. En sus propias palabras: “la intervención occidental en asuntos de otras civilizaciones es probablemente la fuente más peligrosa de inestabilidad y de conflicto potencial a escala planetaria en un mundo multicivilizatorio” (p. 374). Por supuesto, Occidente debía proteger y promocionar sus valores. Pero debía evitar sucumbir a la tentación universalista (creer que los valores de una civilización dada son universales) y a su corolario, el imperialismo: “Esta norma de abstención, según la cual los Estados centrales deben evitar intervenir en conflictos dentro de otras civilizaciones, es el primer requisito de la paz en un mundo multicivilizatorio y multipolar” (p. 380). Todo indica que Occidente está muy lejos de cumplir con la norma de abstención recomendada por Huntington.

Ni tirios ni troyanos intentan, en los tiempos que corren, cumplir con otra de las normas de paz sugeridas en aquel momento. Para Huntington cada una de las civilizaciones debía ser capaz de descubrir y eventualmente ampliar la zona de coincidencias con las otras: “los pueblos de todas las civilizaciones deben buscar e intentar ampliar los valores, instituciones y prácticas que tienen en común con los pueblos de otras civilizaciones” (p. 384). A la luz de la violencia desatada, la búsqueda racional de zonas de acuerdo entre civilizaciones puede parecer imposible. Pero es esa, precisamente, la marca de identidad más valiosa de la civilización occidental. No renunciemos a ella.

1- Las citas están tomadas de la edición de Paidós, Buenos Aires-Barcelona-México, 1997.

Fuente: El Observador (Montevideo, Uruguay)