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25.09.18

Corrupción y democracia: optimista, después de todo

Los escándalos de corrupción que han salido a la luz en los últimos tiempos en América Latina son, de alguna manera, una señal que permiten ser cautamente optimista. Los mecanismos democráticos que sobreviven en nuestros países –imperfectos, limitados y hasta en cierta medida sesgados—han permitido que se expongan y se procesen.
Por Raúl Ferro

La telenovela destapada por los cuadernos K en Argentina y el escándalo de corrupción que sacudió al poder judicial en Perú son las más recientes muestras del largo y al parecer interminable amasijo de trapos sucios que inundan las redes sociales y acaparan titulares en los medios de comunicación en América Latina. No es de extrañar que la opinión pública esté cansada de políticos y autoridades y que, por extensión, incube un creciente sentimiento de desdén y hastío hacia la democracia que los políticos representan y encarnan.

Esta es, sin duda, la consecuencia más grave de los escándalos de corrupción que vienen sacudiendo a nuestra región. El desencanto con la democracia conlleva un gran número de riesgos. La corrosión de los valores cívicos que nos permiten convivir en libertad y respeto y la predisposición a caer seducidos por los cantos de sirena de los gobiernos de mano dura son dos de los más graves.

Es necesario hacer un esfuerzo para recordar, como sociedad, que es precisamente la democracia la que ha permitido que estos escándalos se destapen. Sin la –imperfecta—libertad de prensa y expresión de los sistemas democráticos, sin la existencia de grupos de oposición y sin la libertad que tienen las organizaciones de la sociedad civil para funcionar y manifestarse, estos escándalos difícilmente habrían salido a la luz. Esto a pesar de los propios políticos, que se deben a la democracia pero que seguramente hubieran preferido una sociedad menos fiscalizadora. Afortunadamente no contaban con el poder suficiente para amordazarla.

Nos guste o no, la tendencia a la corrupción es parte de la naturaleza humana. ¿Quién, en un momento de apuro, no ha sentido la tentación de comprar un bien o un servicio sin factura o boleta o ha tratado de buscar la forma de quitarse de encima una multa? Que todos hayamos sufrido estos momentos de debilidad no justifica en absoluto la corrupción de políticos, empresarios y autoridades, pero nos pone en el contexto correcto para valorar la democracia y las instituciones que permiten investigar, denunciar, juzgar y eventualmente condenar a quienes están envueltos en actos de corrupción.

Hay gente que piensa que un gobierno de mano dura, sacrificando libertades y derechos básicos, puede poner fin a la corrupción estatal. Todo lo contrario. Los gobiernos autoritarios son el caldo de cultivo ideal para la corrupción y los manejos bajo cuerda. Sin libertad para investigar y denunciar, sin instituciones que garanticen un debido proceso y sin estructuras de contrapeso al poder político, la corrupción tiene vía libre.

Las evidencias empíricas abundan. Las cuentas en Andorra de la elite gobernante de Venezuela que se destaparon en Europa son un buen ejemplo. Paradigmático es el caso de Augusto Pinochet, quien por mucho tiempo fue considerado un dictador duro y cruel, pero honesto, hasta que se destaparon –ya en democracia—las célebres cuentas del Banco Riggs donde el dictador y su familia habían escondido varios millones de dólares. O el de Alberto Fujimori, el héroe que acabó con el terrorismo en el Perú y puso fin al caos económico del país pero que, de la mano de su jefe de inteligencia, Vladimiro Montesinos, instauró un maquiavélico sistema de corrupción y extorsión para mantenerse en el poder.

Los escándalos de corrupción que han salido a la luz en los últimos tiempos en América Latina son, de alguna manera, una señal que permiten ser cautamente optimista.  Los mecanismos democráticos que sobreviven en nuestros países –imperfectos, limitados y hasta en cierta medida sesgados—han permitido que se expongan y se procesen.

Nunca ha habido tantos casos en América Latina de políticos y empresarios procesados por la justicia y en varios casos encarcelados. Es cierto que la dimensión de los escándalos de los últimos años –en especial los del Lava Jato en Brasil y los de los cuadernos K en Argentina—son extraordinarios, en parte debido a la abundancia de recursos producto de un boom económico no visto en muchos años gracias al superciclo del precio de las materias primas.

Pero eso no quiere decir que haya sido la democracia la que trajo la corrupción. Lo que trajeron la democracia y sus instituciones fue la posibilidad de que estos delitos no queden impunes. Algo que no sucedía en los tiempos de las dictaduras en nuestra América y que nos debe llevar a redoblar esfuerzos por valorar nuestra imperfecta democracia y seguir trabajando por fortalecer las instituciones sobre las que funciona.

Raúl Ferro es Director del Consejo Consultivo del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL).