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14.01.13

Nacionalismos buenos, sanos, y no tanto

(TN) El nacionalismo debería ser relegado en nuestra agenda de preocupaciones y tareas a resolver. Estamos tan obsesionados con él, que creemos que es “lo que nos falta”, que a otros países les va mejor porque “son más nacionalistas”. Pero nos equivocamos redondamente.
Por Marcos Novaro

(TN) Un interesante debate sobre las virtudes y defectos del nacionalismo en general, y del nacionalismo argentino en particular se ha desatado a raíz del regreso al país de la Fragata Libertad y del acto de masas con que el Gobierno la recibió.

En la discusión se cruzan varias cuestiones, algunas puramente políticas, otras, intelectuales. Está, de un lado, la evaluación que se hace de las decisiones gubernamentales. Para la prensa oficialista todo lo acaecido alrededor del embargo y posterior liberación de la Fragata es revelador de un “nacionalismo bien entendido”, “sano”, que se enfrenta con dos enemigos jurados: el “nacionalismo mal entendido”, típicamente, el de los gobiernos militares, que usa lemas y banderas nacionales para perjudicar al pueblo, y el antinacionalismo, atribuido a toda una amplia gama de personajes que no quieren que al país le vaya bien, por resentimiento o porque defienden intereses ajenos; típicamente, los neoliberales, los opositores y demás “insanos” de la política nacional. De allí que algunos escribas kirchneristas se hayan esmerado en mostrar que el acto de bienvenida a la Fragata no tuvo nada que ver con las fanfarrias a las que nos tenían habituados los gobiernos militares, porque éstos las usaban para simular, y disimular que en verdad defendían los mismos intereses antinacionales que los opositores de hoy en día, la “derecha neoliberal” y otros monstruosos caranchos que se entusiasman detrás de cada mala noticia, listos para saltarle a la yugular al gobierno nacional y popular.

En términos intelectuales, el debate está centrado en los usos del nacionalismo, tanto en la política y la historia argentina, como más en general en la política democrática. Es una discusión que viene de lejos. Ya a comienzos de la etapa kirchnerista tuvo un pico, cuando algunos académicos propusieron un “nacionalismo sano”, una suerte de tercera posición entre el espíritu de la globalización, que supuestamente se había impuesto en el país en los años noventa, y las concepciones telúricas con que por mucho tiempo los políticos e intelectuales argentinos se habían aislado del mundo. En estos días algo de ese espíritu tercerista resurgió: en un artículo publicado en La Nación por Eduardo Fidanza, por caso, se cita extensamente a un viejo defensor de esa visión “instrumental” del nacionalismo, Carlos Floria, para proponer una mirada matizada tanto del episodio de la Fragata como del debate de ideas planteado en el país,  concluyendo que lo mejor sería distinguir los aspectos “positivos” y “razonables” de las evocaciones y lemas nacionalistas, de sus componentes “virulentos” y “manipulatorios”.

Todos estos planteos algo de razón tienen. Efectivamente, no es igual el nacionalismo kirchnerista que el procesista, que nos llevó a ignorar las convenciones sobre derechos humanos e ir a la guerra en Malvinas. Puede que también Cristina esté usando argumentos nacionalistas para justificar malas políticas. Pero convengamos en que no hay punto de comparación con los daños que aquellas maquinaciones provocaron. Y claro que es mejor valorar las decisiones y políticas de un gobierno, o de cualquier actor, en función de sus resultados, antes que por cuestiones de principio, por los valores e ideas que se usan para justificarlas, que en última instancia son imposibles de decidir y evaluar.

Ahora que, si esto es así, y los principios son siempre opinables, indecidibles, entonces toda la cuestión del “espíritu nacional” de un líder o un proyecto pierde un poco su sentido. De un lado, habría que empezar por reconocer que todos, desde el extremo derecho al izquierdo del espectro ideológico, y desde el más tradicionalista al más modernizador, queremos que al país le vaya bien, somos ciudadanos argentinos y nos disgusta que otros saquen ventaja de nuestros errores y debilidades. Sólo que tenemos ideas y preferencias muy distintas respecto a cómo lograr eso que nos une. Y como esas diferencias son insuperables en términos intelectuales, estamos obligados a buscar en la práctica política la forma de resolverlas, probar aplicando distintas ideas, a ver cuáles funcionan mejor en cada situación, para cada asunto en particular, y así al infinito.

Del otro, y consecuentemente, habría que desconfiar de cualquier acusación lanzada en contra de alguien o algo por “su falta de espíritu nacional”, así como de cualquiera que se presente como máximo exponente de dicho espíritu. Se trata simplemente de un recurso para lograr superioridad moral sobre los demás, y uno particularmente hueco y dañino. Porque excluye al otro de forma tajante, y no ofrece siquiera las ventajas de las ideas más sustantivas que circulan en la escena política, como la justicia, la libertad o el progreso, que tampoco tienen dueño ni contenidos definitivos, pero al menos ayudan a orientar la acción.

El nacionalismo, en suma, debería ser relegado en nuestra agenda de preocupaciones y tareas a resolver. Estamos tan obsesionados con él, que creemos que es “lo que nos falta”, que a otros países les va mejor porque “son más nacionalistas”. Pero nos equivocamos redondamente. Salvo que la disposición a respetarnos mutuamente, a debatir con paciencia, a cooperar y a obedecer la ley se las llame “sentimiento nacional”. Lo que sería sin duda forzar mucho las cosas.

Fuente: (TN)