Reseñas

14.02.10

El factor humano. Nelson Mandela y el partido que salvó a una nación.

¿Cómo fue posible pacificar y unificar a un país tan dividido, al borde de la guerra civil? Una vez elegido presidente de Sudáfrica, Mandela compartió el poder con los blancos, mantuvo a los funcionarios que desearon quedarse en su gobierno y, especialmente, se le ocurrió utilizar el rugby para reconciliar a su país y consolidar la transición democrática.

De John Carlin (Seix Barral, 2009).
Por Gabriel C. Salvia

Es un caluroso sábado de verano en Buenos Aires y en un cine ubicado en el Patio Bullrich los espectadores disfrutan del aire acondicionado de la sala, pero mucho más de la película. Están recibiendo un mensaje de conciliación y tolerancia, y por eso al finalizar la proyección de Invictus arrancan espontáneamente los aplausos del público. Es que, salvando todas las distancias, el político Nelson Mandela, interpretado en la película por Morgan Freeman, aparece como la antítesis de la crispada pareja presidencial argentina de Cristina y Néstor Kirchner.

La película, dirigida por Clint Eastwood, lleva al cine la historia que el periodista inglés John Carlin narra en su libro “El factor humano. Nelson Mandela y el partido que salvó a una nación” (el título original es Playing the Enemy). Eastwood logra sintetizar muy bien el relato de Carlin, centrándolo en el aspecto más marketinero de la historia: cómo Mandela logró unificar y pacificar a Sudáfrica a través de su respaldo al seleccionado nacional de rugby, los Springboks, que lograron ganar el Mundial de Rugby de 1995 derrotando en la final a los temibles All Blacks neozelandeses.

Carlin se desempeño como corresponsal del The Independent en Sudáfrica, desde 1989 hasta 1998, y también tuvo un paso por la Argentina trabajando entre 1981 y 1982 en el Buenos Aires Herald, el principal diario opositor a la dictadura militar. En el año 2000 ganó el Premio Ortega y Gasset de Periodismo, y actualmente trabaja en el diario El País de España. En “El factor humano”, que ya fue publicado en quince países, Carlin describe las características del régimen del apartheid en Sudáfrica y narra magistralmente cómo Nelson Mandela lideró en forma pacífica la transición de este país a la democracia, destacando su estrategia de utilizar a los Springboks para tal fin.

La historia es una suerte de “cuento de hadas” y sin dudas representa un himno a la paz, la tolerancia política y el diálogo, aspectos esenciales de la convivencia democrática. Este es un libro que, por ejemplo, deberían leer todos los líderes bolivarianos de América Latina, y también los Kirchner, para que en sus países apliquen esto que señalaba Mandela para el suyo: “Si estáis construyendo una nueva Sudáfrica, debéis estar preparados para trabajar con gente que no os gusta”. Y si Mandela logró juntar a bandos opuestos que casi terminan en una guerra civil con el inevitable baño de sangre, sería lógico que países con muchos menores niveles de diferencias lograran vivir en un clima más civilizado.

Es que Sudáfrica en 1994 era un país dividido histórica, cultural y racialmente. El autor recuerda, por ejemplo, que desde 1985 “Sudáfrica había llevado a cabo 600 ejecuciones legales. Al preso le anunciaban su muerte con una semana de adelanto”. Bajo el régimen oprobioso del apartheid sucedían situaciones como las siguientes: “En abril de 1989, dos granjeros blancos declarados culpables de matar a golpes a uno de sus empleados negros fueron condenados a una multa de 1200 rand (unos 500 dólares de entonces), más una pena de seis meses de cárcel, suspendida durante cinco años”.

Entre los detalles para comprender mejor a esta dictadura racista, están las siguientes leyes: La Ley de Servicios Separados, La Ley de Inscripción de la Población y La Ley de Áreas de Grupo.  

La Ley de Servicios Separados prohibía a las personas negras entrar en las mejores playas y los mejores parques. La Ley de Inscripción de la Población compartimentaba a los grupos raciales, donde había cuatro categorías principales y, en orden descendiente de privilegios, eran: blancos, mestizos, indios y negros. Una vez que cada sudafricano estaba en la casilla racial correspondiente, se derivaban todas las demás leyes del apartheid. Carlin señala que “Sin la ley de Inscripción de la Población, por ejemplo, habría sido imposible aplicar la Ley de Inmoralidad, por la que era ilegal no sólo que alguien se casara con una persona de otra raza, sino que tuviera cualquier cosa parecida a un contacto sexual”.

Por su parte, la Ley de Áreas de Grupo era la que prohibía que los negros y blancos vivieran en las mismas zonas de las ciudades, la que hacía obligatoria la separación física entre la ciudad blanca y el distrito segregado negro. Pero como explica Carlin, “para los ideólogos del apartheid, era más que eso. Era una ley de inspiración divina. Según un libro titulado Biblical Aspects of Apartheid, publicado en 1958 por un eminente teólogo de la Iglesia Reformada Holandesa, la legislación de áreas de grupo también era válida en el más allá”.

Este era el contexto legal del apartheid, por lo cual Sudáfrica estaba aislada internacionalmente, sufriendo un embargo comercial y hasta el impedimento para que los Springboks pudieran jugar partidos de rugby en el exterior. El régimen no podía durar mucho más, tanto por la presión externa como la interna, pues los “afrikaners” eran una minoría, incluidos dentro de ella a un grupo de fanáticos racistas y una mayoría acostumbrada a vivir complacientemente bajo este sistema. A esto se sumaba el temor a que los negros implantaran un régimen comunista y que buscaran revancha, por lo cual las negociaciones para realizar elecciones libres incluían la posibilidad de una secesión en algún estado de Sudáfrica donde los boers tuvieran su propio país.

Por eso, cuando Mandela sale de prisión, el escenario de una guerra civil tenía grandes probabilidades y su pericia política logró evitarlo. Es que los blancos lograban organizar una manifestación al estilo nazi reuniendo 15 mil partidarios del apartheid y, por este motivo, el entonces presidente De Klerk advirtió que había aumentado la posibilidad de desembocar en una sangrienta guerra civil como la de Bosnia. Un detalle importante es que entre los 150 mil integrantes del Volksfront afrikáner, 100 mil eran hombres de armas y prácticamente todos tenían experiencia militar, destaca Carlin.

Sin embargo la figura de Mandela, quien se había iniciado en la lucha armada y que terminó cumpliendo 27 años de prisión, terminó siendo clave no solo para evitar una guerra, sino para liderar ejemplarmente una transición a la democracia siendo elegido presidente de su país, abandonando su cargo al finalizar el mandato de cinco años y en el medio recibiendo el Premio Nobel de la Paz. Mandela logró convencer a uno de los líderes blancos de que en una guerra civil no habría ganadores y que todos iban a salir perdiendo.

¿Cómo fue posible entonces pacificar y unificar a un país tan dividido? Una vez elegido presidente, Mandela compartió el poder con los blancos, mantuvo a los funcionarios que desearon quedarse en su gobierno y, especialmente, se le ocurrió lo siguiente: “Hasta ahora, el rugby ha sido la aplicación del apartheid en el deporte. Pero ahora las cosas están cambiando. Debemos utilizar el deporte para ayudar a la construcción nacional y promover todas las ideas que creemos que contribuirán a la paz y estabilidad en el país”.

Y con esa idea tuvo que enfrentar hasta a sus propios seguidores y hacer prevalecer su liderazgo. Dice Mandela: “Yo entendía la ira y la hostilidad de los negros, porque habían crecido en una atmósfera en la que el deporte era un brazo del apartheid, en la que apoyábamos a los equipos extranjeros cuando jugaban contra Sudáfrica. Ahora, de pronto, yo había salido de la cárcel para decirles que debíamos apoyar a esa gente. Comprendía muy bien su relación y sabía que me iba a costar mucho”.

Esta historia es verdaderamente de película, con la guardia de seguridad integrada por negros fieles al nuevo presidente y los blancos que Mandela invitó a continuar trabajando sirviéndolo a él, jugando alegremente entre ellos pasándose la pelota de rugby; con los enormes jugadores blancos de los Springboks enseñándoles a los niños negros de zonas pobres a practicar este deporte; y con negros y blancos sudafricanos abrazados, llenos de alegría, al ganarle la final a los All Blacks el 24 de junio de 1995.

Todo esto lo logró una figura política excepcional, como lo reconoce Carlin: “Durante décadas, Mandela había representado todo lo que más temían los blancos; durante más años todavía, la camiseta Springbok había sido el símbolo de todo lo que más odiaban los negros. Ahora, de pronto, ante los ojos de toda Sudáfrica y gran parte del mundo, los dos símbolos negativos se habían fundido para crear uno nuevo que era positivo, constructivo y bueno. Mandela era el responsable de esa transformación y se había convertido en la encarnación, no del odio y el miedo, sino de la generosidad y el amor”.

En el libro, la historia es más profunda y los protagonistas son muchos más que Francois Piennar (el capitán de los Springboks interpretado en la película por Matt Damon): Justice Bekebeke, Constand Viljoen, Niel Barnard, P. W. Botha, Christo Brand, Kobie Coetsee, Linga Moonsamy, Morné Du Plessis, entre otros.

Así como la película Invictus es un entretenido pasatiempo con un formidable mensaje y que vale la pena ver, el libro de John Carlin es un canto de optimismo sobre la humanidad y una lectura imprescindible.